Prometí taponarme los oídos y amarrarme al mástil de proa para no escuchar la música enlatada de los tópicos. Desdeñaré entre otros asideros la marchita sentencia acerca de la frontera entre la genialidad y la locura. Demasiado raído, demasiado líquido, demasiado incierto. A menudo las sensibilidades más profundas se agitan en el embrollo y se afilan en la carencia, pero del caos emergen también naturalezas crueles o simplemente anodinas. La inadaptación y el exceso no son atributos del talento sino de la condición humana, turbia y contradictoria. Claro que, deslumbrante excepción, hay quienes nos asombran en la virtud de construir desde el trastorno o el descarrío.
Definitivamente Edvard Munch milita definitivamente entre aquellos escogidos que aliviaron su sed de ser en el ejercicio de la creatividad. Sabemos de un artista prolífico –pintor y dibujante pero también escritor y escultor- que disfrutó en vida de la reverencia de las pinacotecas más augustas a la vez que sucumbía a la dipsomanía y a la neurosis.
La espléndida muestra que ofrece el Museo Thyssen-Bornemisza de Madrid – ¡cómo pudimos vivir tanto tiempo sin semejante Museo!- reúne 80 pinturas y grabados del legendario pintor noruego. Una afortunada clasificación por temas nos descubre las virtudes de un artista en cuyos lienzos se dibuja el ajetreo también estilístico de la Europa de su tiempo.
En la mano que agita el pincel se adivina un ánimo irremediablemente angustiado. Sin duda los estragos de la tuberculosis que abatió a su madre y a su hermana Sophie forjan al hombre y al creador, aquel que llegó a afirmar “la enfermedad, la locura, y la muerte, fueron los ángeles negros que velaron mi cuna.”
Se esparce entonces un diálogo áspero con la muerte. A veces sucede de una manera explícita como en la serie “La niña enferma”, otras emerge en la sutileza glacial del paisaje o en los rostros de cuencas vacías que nos transmiten su entumecimiento. “Muerte”, “Nocturnos”, “Pánico”, “Melancolía” son algunos de los arquetipos donde encontramos un Munch que sufre, conmueve, y espanta.
“Mujer”, “Melodrama”, “Amor”, “Desnudos”, nos descubren un corazón más terrenal, más indulgente. “En mi arte –afirma Munch- he intentado explicar la vida y su sentido”. Las imágenes se vuelven carnales y las mujeres se debaten entre la sensualidad y el pudor hasta el llanto, tal vez porque llorar es otra forma de desnudarse. Las secuencias de “El beso” y de “La mujer vampiro” nos describen bellamente la confusión entre cuerpos, el nudo de brazos y de cabelleras que escenifica un amor ofuscado y letal.
¿Y “El grito”? Conocemos la existencia de hasta cuatro versiones, sello de un artista contumaz en la repetición y la perfección, que sin embargo no forman parte de la colección expuesta en Madrid. Sí se muestra el único grabado que el artista hizo de su obra más célebre, por la que tantos le citan y le alaban al descuido del resto de su magnífica obra.
Pero si lo que busca el espectador –o el contemplador- son los elementos que hacen de “El grito” una de las obras de aquél y de este siglo, indiscutiblemente los encontrará. Las paredes del Thyssen se vestirán durante los próximos meses de manos inertes, de miradas opacas, de gestos obsesivos, de cielos ondulados, de un infinito de colores trazados con pinceladas verticales como lágrimas.
Prometí no incurrir en tópicos, pero nunca prometí no dejarme llevar por la mitomanía. Sean benévolos, es el pecado de los humildes.
Fernando M. Vara de Rey