Es cierto que una época de la democracia española se está deshaciendo, pero tampoco creo que sea la primera vez. Cuando entonces, había un PCE fuerte y dirigido con mano de hierro por Carrillo, un PSOE más centrado que renunciaba al marxismo entre polémicas internas, aquel PP de los llamados siete magníficos que venían directamente del franquismo y una UCD que se mantuvo unida mientras tenía el poder y que se autodestruyó porque no era más que una confabulación de familias mal avenidas. Y los nacionalistas. Y los versos sueltos. Y un terrorismo sanguinario y un estamento militar siempre amenazante. No fue fácil llegar a donde llegamos, pero con el tiempo y una mirada tal vez más generosa de los líderes de aquellos partidos, España se convirtió en lo más parecido al clásico bipartidismo con los nacionalistas de árbitros interesados.
Tampoco va a ser fácil ahora porque el bipartidismo se transmutó en una monstruosa maquinaria de poder apoderándose de todas los resortes que tiene la democracia para equilibrarse a sí misma. Y llegaron los escándalos, la corrupción, el aquí vale todo, y todo degeneró hasta que la crisis hizo explosión y la Puerta del Sol se llenó de indignados con causa.
Hoy, unos años después, el aún presidente Rajoy nos ha pintado un panorama de recuperación gracias a su medidas que no se puede negar pero que no suficiente. Dijo algo cierto: la economía es todo porque todo, desde las pensiones hasta la sanidad o la educación, dependen de la economía. Siempre se ha dicho que el debate más importante en las democracias no el del estado de la nación sino la presentación de los presupuestos. Y es verdad. Pero no sólo de cifras vive el hombre. Están también las actitudes, aquel «talante» que tanto le gustaba a Zapatero y que llevó a la ruina a España bajo su mandato.
El discurso de Rajoy tuvo luces y sombras, como todos, demasiadas palabras y demasiados silencios. Le preguntó un colega sobre sus aciertos y sus errores y se deshizo en la primera parte pero confundió –naturalmente adrede– los «errores» con las decisiones más dolorosas que no tuvo más remedio que tomar. No citó la corrupción de su partido, que ha sido el origen de tantos males, pasó por alto las guerras internas en Génova, los errores en Cataluña y Andalucía o su silencio continuado y mantenido cuando este país necesitaba explicaciones y hasta golpes de pecho de su presidente reconociendo los escándalos de su partido.
De pactos, como era de esperar, no dijo una sola palabra pese a la insistencia de los periodistas y al menos tuvo dos detalles humanos: cuando le preguntaron si pensaba entregar su cabeza para que el PP gobernara con Ciudadanos, aseguró que esperaba seguir con vida muchos años. Luego, sobre los posibles debates, se puso a las órdenes de su jefe de campaña «o no». Le salió el gallego.
Y poco más dio de sí su comparecencia. Insistió en su postura sin cambios sobre los deseos de los soberanistas de Cataluña y se fue por donde vino, quién sabe si para hablar con Arriola. Mala elección, piensan algunos, pero él sabrá.
El resumen de lo que se avecina es lo que escribía al principio: una época de la reciente Historia de España se está disolviendo y se anuncia algo nuevo con dos dudas fundamentales: si lo que viene va a ser mejor y, sobre todo, si viene para quedarse o volveremos después de esta primera fiebre al bipartidismo transformado.
Andrés Aberasturi