Manuel Azaña ya escribió allá por 1939 que nuestro país está condenado, bajo cualquier tipo de régimen –monarquía o república, centralista o autonómico- a que “la cuestión catalana perdure como manantial de perturbaciones, de discordias apasionadas, de injusticias, ya las cometa el Estado, ya se cometan contra él”.
De la palabras de quien tan bien conocía al pueblo español se deduce que nada nuevo ocurre estos días bajo el sol de Cataluña. Nada, subrayo, más allá del rebrote de esa enfermedad crónica del cuerpo español que nos impide desde hace más de dos siglos levantar un estado común en el que vivir juntos, respetándonos y respetándolo.
En estos días de patriotismos exacerbados, escucho atónito a demasiadas personas que se declaran partidarias de bombardear Cataluña o de enviar al Ejército a tomar las ramblas con sus blindados. Exaltados que demandan soluciones de fuerza bruta a un problema político larvado desde hace cientos de años. Olvidan (o no saben) que el recurso a la fuerza ya se ensayó en el pasado y sólo sirvió para retrasar la cura de ese mal enquistado.
El espectáculo dado estos días por los independentistas catalanes es lamentable. Sin embargo, yerran quienes piden a Mariano Rajoy tanques y misiles contra los partidarios de Artur Mas y de la CUP. Y creo que el presidente acierta al desoír esas demandas e imponer templanza ante un asunto que, gestionado sólo desde las vísceras, puede servir para cargar de argumentos a los interesados en un agravamiento de la situación.
El futuro de España no dependerá de su capacidad para vencer con las armas a una parte de sus ciudadanos, sino para atraerlos y convencerlos con la fuerza de la razón de que merece la pena formar parte del proyecto común.
La enfermedad crónica de la que escribió Azaña en el exilio sólo estará curada el día que los catalanes –y los vascos y gallegos- no vean al Ejército y al resto de instituciones del poder central como una amenaza, sino como garantes de sus derechos. En ese sentido, me parecen oportunas las propuestas formuladas estos días desde el PSOE y otros ámbitos de la izquierda de abordar una reforma de la Constitución para diseñar, desde el respeto a la diversidad, un nuevo marco del que todos se sientan partícipes.
Y mientras la sociedad civil anda a la gresca a propósito de Cataluña, ¿qué está ocurriendo en el seno de las Fuerzas Armadas?
La semana pasada visité el Palacio de Buenavista, sede del cuartel general del Ejército de Tierra. Muchos nacionalistas pensarán que allí trabaja gente siniestra, que estos días afila las bayonetas para lanzarse con ellas entre los dientes contra Cataluña. Nada más lejos de la realidad. Allí hay funcionarios que trabajan por el bien común con la misma dedicación que en cualquier otro departamento oficial. Y créanme que no quieren ni oír hablar de jaleos belicistas. Esperan, como la mayoría, que los políticos recapaciten y se imponga la cordura.
En mi visita al cuartel general del Ejército me llamó la atención que en una de sus oficinas clave sonaba, en la radio, la emisora Rock FM. Cuando hice saber que yo también la escucho a menudo, una de las personas que allí trabajaban me confesó: “La tenemos puesta todo el día y cuando pinchan algo que nos gusta mucho, por ejemplo AC/DC, subimos el volumen”. Mucho se ha modernizado el Ejército –pensé- para que hoy en su órgano central el rock infunda casi tanta moral a la tropa como antaño las marchas militares.
En el camino de regreso recordé la última vez que AC/DC visitó España. Fue la primavera pasada y congregó a casi 60.000 personas en su único concierto en Barcelona y a casi 100.000 en los dos que dio en Madrid. Y se me ocurrió que los catalanes y el resto de los españoles, civiles y militares, deberíamos a veces olvidar la política para conocernos mejor y compartir las grandes cosas que nos unen. Como Highway to Hell.
César Calvar