En otro mes de octubre de hace exactamente un siglo, una imprenta de Leipzig multiplicaba ya sin remedio un inaudito relato titulado “Die Verwandlung” cuyo título fue controvertidamente traducido al español como “La Metamorfosis” (en lugar de “La transformación”, más exacto y menos “Ovidiano”). Su autor era un semi-desconocido veinteañero -, un joven Franz Kafka aturdido por las mujeres, la opresión familiar, y la literatura. Un hombre de tres pies sumergidos en los océanos culturales de lo checo, lo germano, y lo judío.
En el tiempo de fronteras confusas y herencias más o menos livianas que le correspondió vivir, Franz Kafka escogió la lengua alemana como cauce de la mayoría de sus escritos. Borges, admirador y en alta medida émulo del autor checo, alaba su alemán “sencillo y delicado” y liga su universalidad a la virtud de la concisión tan extraña a escritores coetáneos como James Joyce. Borges comparte con Kafka la pasión por la metáfora y la maestría en el relato corto, y sin conocerse jamás pudieron haberse encontrado en la gestación de mundos descabellados que contrastaban con sus respectivas vidas despojadas de aventura.
Si Borges señaló “La biblioteca de Babel” como su relato más kafkiano, podríamos distinguir “La metamorfosis” como el más borgiano de los escritos de Kafka en su híbrido de tragedia y de fantasía. Sin embargo la peripecia del hombre que, “tras despertar de un sueño intranquilo”, amanece transformado en un insecto, trasciende pese a su argumento del ámbito de la pura ficción. Resulta significativa la renuencia de Kafka a que las ediciones de “La Metamorfosis” incluyeran ilustraciones del insecto en que se convierte el desdichado protagonista: lo importante no es la fisonomía del monstruo, cada lector convive con el suyo el cuál -como en la atmósfera incógnita de “Planeta Prohibido”- se fragua a la medida de sus temores.
Detrás de los mundos más estridentes que brotan del cine, de la pintura, de la literatura, late un propósito de caricatura. Los decorados y las criaturas más abigarradas deforman la inquietud del autor y sirven a su propósito de agonía y de denuncia. Es el caso de Gregorio Samsa, trasunto invertebrado del mismísimo Kafka. De su biografía se extrae un carácter frágil y obsesivo, una sensibilidad profunda, una psicología lacerada por la conducta de un padre marcadamente hostil.
En efecto el instinto dominante de Hermann Kafka tuvo una grávida influencia en la vida y en la obra de su único hijo varón. Su figura amenazadora es ubicua en la obra de Franz, a veces tan explícitamente como en la “Carta al padre” escrita con la tinta nigérrima de la decepción. Otras y casi todas las veces Kafka proyecta a su mejor digamos genitor en la acción despiadada del poder: el Estado implacable, la burocracia de plomo, el orden que apabulla y que arrincona. En “La Metamorfosis”, la tiranía se encarna en el padre que ataca moral y hasta físicamente al hijo empequeñecido, en el núcleo familiar que va abandonando a Samsa en su desgracia, en el jefe que la abronca y en los huéspedes que le desprecian. Son los resortes de una sociedad opaca en la que la transformación en una naturaleza diversa es el último estadio de un proceso de deshumanización o el primer hito de una rebeldía sin precedentes.
Hasta mediados de diciembre, el Palacio de Cañete (Mayor, 69, Madrid) exhibirá una colección privada que incluye primeras ediciones y libros manuscritos de Franz Kafka. Se trata de una iniciativa de Casa Sefarad, Centro Checo, y Foro Cultural de Austria, una hermosa vía de rendir homenaje a un escritor inmenso. Vayan, vengan, encontrarán la “K” genuina y autógrafa, sus filamentos como las manos que pugnan por entrar en “El Castillo” y como los días de angustia en que sucede “El proceso”, y como las patas que escarban la nada tras el pasmo de “La Metamorfosis”.
Fernando M. Vara de Rey