Durante algún tiempo se habló de suflé. Durante algún otro, de broma de mal gusto. Algunos, sin embargo, siempre lo hemos tratado como lo que ha demostrado ser: el mayor desafío institucional que ha enfrentado nuestro país en todo el período democrático.
Debo admitir que se me ha agotado la reserva de adjetivos con que calificar lo de Artur Mas y las fuerzas independentistas catalanas. Pero lo sustantivo es inapelable: el registro de la declaración independentista es la constatación de que la irracionalidad en que se han instalado las fuerzas independentistas catalanas no tiene freno y preludia, por tanto, un desafío a la legalidad democrática que debe ser contestado con absoluta firmeza.
Desde luego, a mí el Gobierno me tiene y me tendrá siempre a su lado para defender no solo la unidad de España y la soberanía nacional sino, también y sobre todo, el cumplimiento de la Constitución y del Estado de Derecho, garante de nuestras libertades democráticas.
Porque en realidad eso es lo que está en juego no con una declaración aún no tramitada por el Parlamento de Cataluña, sino con lo que esta preludia: la rebelión ante el marco legal vigente, la violación de las reglas de juego, el atentado contra la legalidad democrática y el Estado de derecho, garante de las libertades públicas.
Al pretender no acatar más legitimidad y legalidad que la que emane del nuevo Parlamento de Cataluña los proponentes deslegitiman a la propia institución y a sí mismos por la propia ilegalidad de sus actos. Y frente a tamaño dislate y tamaño órdago a nuestro sistema democrático no caben medias tintas, sino una respuesta contundente del Estado, y de Estado, a la altura del desafío. Y es al presidente del Gobierno de España a quien corresponde liderar la respuesta frente al desafío planteado poniendo todo el aparato del Estado al servicio de la defensa de las libertades públicas.
¿Es Mariano Rajoy la persona adecuada para esa tarea? Es, desde luego, a quien corresponde por razón de cargo, pero dista mucho de ser la persona adecuada para ello.
Para quien pretenda retorcer la verdad, vaya por delante que no hay más responsable del órdago lanzado contra la legalidad democrática que Artur Mas y sus correligionarios de Junts pel Sí y las CUP, que lejos de entender el rechazo expresado por la sociedad catalana a su propuesta independentista, han decidido ignorar cualquier mandato democrático y seguir adelante en la peor tradición del despotismo ilustrado: todo para el pueblo, sin el pueblo.
Pero Mariano Rajoy no ha sabido estar a la altura del antes problema y ahora desafío planteado desde Cataluña.
Rajoy se ha visto superado por lo que sucedía en Cataluña en todo momento. No estuvo a la altura en la oposición, cuando recorrió España atizando el anticatalanismo con sus mesas petitorias y sus boicots, sembrando la discordia y rompiendo los afectos entre España y Cataluña. Y lo que es más grave, no estuvo a la altura al presentar su recurso ante el Tribunal Constitucional contra el nuevo Estatuto, un intento fundado de renovar el encaje de Cataluña en España, un acuerdo votado por la mayoría del Parlamento de Cataluña, negociado y votado por la mayoría del Congreso, refrendado por la mayoría de los ciudadanos catalanes y en el cual incluso habían encontrado acomodo las dos fuerzas –CDC y ERC– que hoy promueven junto a las CUP la declaración secesionista. Un acuerdo que habría facilitado la convivencia de no haber sido por la irresponsabilidad de quien lo dinamitó por puro interés electoral, sin importarle la quiebra política, social y sentimental y los profundos efectos desestabilizadores de sus acciones. Ahora recogemos los frutos envenenados de tal despropósito.
Tampoco ha estado a la altura en el Gobierno, cuando ignoró el problema y lo arrumbó en un cajón como si el tiempo fuera la única respuesta, o cuando al retrasar las elecciones a diciembre permitió que el desafío independentista haya cogido al Estado con un Parlamento disuelto y un Gobierno en funciones.
Y no lo ha estado estos días, cuando le ha faltado altura al pensar únicamente en clave partidista al erigirse como único garante de la unidad de España o al determinar el formato de los encuentros mantenidos con las fuerzas políticas. La misma falta de altura que ha privado en todo momento al Gobierno de España de respuesta mientras se fraguaba la mayor crisis institucional que ha vivido nuestro país en todo el período democrático.
Puede que forzado por las circunstancias, frente a los titubeos iniciales, Mariano Rajoy se haya finalmente sacudido la inercia, la pereza o el desconcierto que le atenazaban y se haya percatado del cargo que ostenta. O puede, simplemente, que se haya percatado de la oportunidad electoral que le brinda el desafío. Desde luego, no sobra que haya empezado a practicar el por él tan denostado diálogo y entendimiento con las demás fuerzas políticas, un activo básico en la defensa de nuestro marco de convivencia.
La cuestión, con todo, no está tanto en la capacidad reactiva del Estado, de la que no hay duda, sino en la capacidad propositiva para aportar soluciones al problema, de cuya ausencia tampoco hay dudas en el caso de Mariano Rajoy.
Lo que yo sinceramente me pregunto es si podría empezar la solución al problema con la reposición del Estatuto que votaron los ciudadanos.
José Blanco