Elena preparaba como todas las tardes la cena para ella y su marido. Como llevaba un tiempo desempleada, había descubierto la profesión de ama de casa. Y la verdad es que no lo llevaba mal. De repente descubrió el arte de cocinar, de llevar la administración de la casa y todas aquellas cosas cotidianas que un hogar necesita.
Su marido, hombre joven y lleno de vida como ella, era policía ¿De qué cuerpo? Daba igual. Su alma estaba tejida con retales de todos los colores: desde el azul, pasando por el verde y el amarillo, hasta el negro de la policía de Nueva York.
Elena siempre estaba preocupada por el trabajo de su marido, incluso le había propuesto dejarlo e irse a regentar el bar que su padre poseía en Móstoles. Pero el siempre le contestaba con las mismas palabras:
-Lo siento cariño, pero esta es la profesión más bonita del mundo.
Aquella noche pasaba por la sartén unos filetes de pollo. Los acompañaría con una ensalada de lechuga y tomate. Cenaban frugalmente, ya que cuidaban la forma y la línea como solo los jóvenes saben hacerlo. Su marido se retrasaba, pero era normal. En ocasiones se enredaba en alguna detención que conllevaba papeleos eternos y por lo tanto llegaba tarde. Cansado, pero satisfecho de haber cumplido con su deber.
Pero cuando eso ocurría, el solía llamarla para advertirla del retraso y esta vez no lo había hecho. Elena se encontraba intranquila. Se puso la televisión, mientras la cena se enfriaba en la mesa. Le resultaba imposible concentrase. Cambiaba de canal cada cinco minutos y cada tres miraba su reloj. La impaciencia, al fin, se trocó en desolación cuando alguien llamó al videoteléfono y pudo comprobar que se trataba de dos policías uniformados. Era consciente de lo que significaba. En realidad, llevaba mucho tiempo esperando aquel momento, aunque siempre pensaba que nunca le ocurriría a ella. Su marido era demasiado joven, demasiado valiente, demasiado fuerte para que algo le ocurriese.
Cuando los compañeros de su marido le comunicaron que había fallecido en un incendio, intentando rescatar a unas personas que ni siquiera conocía, Elena se desplomó, ya que sintió que debía haberse ido con el.
El dolor más fuerte que una persona puede sentir se apodero de su alma y de su cuerpo. Sintió como si un cuchillo le atravesase la garganta para ir a clavarse en su cerebro primitivo. Lloró durante horas, cuando la llevaron hasta el velatorio y cuando le hicieron entrega de la enseña nacional que cubría el féretro de su esposo. Lloró tanto que sus lagrimales se secaron durante años, tiempo en el que fue incapaz de exhalar una sola lagrima.
Durante unos días, se sintió arropada por la familia y por los compañeros de su esposo fallecido, pero poco a poco la soledad fue aumentando y una tarde de otoño se percató de que se encontraba marchita, enferma de la soledad de las viudas.
Y cuando reclamó lo que los políticos y mandos le habían prometido, no encontró otra cosa que puertas cerradas y una pensión con la que a duras penas podía mantenerse.
Y así, una tarde de lluvia, mientras preparaba la cena, observando la foto de su marido que siempre tenía encima de la mesa del comedor, se dio cuenta de que había olvidado su nombre, porque era el nombre de todos los policías en uno solo. Y jamás, hasta el día de su muerte, pudo olvidar la frase favorita de su esposo:
–Lo siento cariño, pero esta es la profesión más bonita del mundo.
Fue entonces cuando una sensación de orgullo recorrió su espíritu y fue entonces cuando volvió a salir a la calle. Pero esta vez con la cabeza bien alta.
José Romero