sábado, septiembre 21, 2024
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La guerra de Troya no tendrá lugar

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Cuando hoy uno pasea por Atenas, se pregunta dónde han ido a parar todos los desaguisados que pusieron no sólo a un país entero sino, sobre todo, a un pueblo tan inigualable como el griego, al borde del abismo más terrible. Cierto es que uno puede engañarse al pasear por las calles de Plaka, tal vez después de visitar algún museo, contemplar los elegantes escaparates y almorzar opíparamente -aunque ni mucho menos a precio de saldo- en cualquiera de los excelentes restaurantes a la última moda. Puede pensar, en efecto, que aquellos polvos, aunque fueran muchos, no desembocaron al fin y al cabo en los tan ingentes lodos que amenazaban con cubrirlo todo, subiendo desde los barrios más populares hasta alcanzar las alturas de la plaza Sintagma y hacer desaparecer para siempre, a pesar de su aspecto eterno, la colina de la Acrópolis.

Cierto es que los lodos todavía no lo han sepultado todo, pero no lo es menos que siguen muy presentes las consecuencias de todos aquellos desaguisados

Uno puede ser todavía más ingenuo y, al ver a la multitud abigarrada que toma cervezas y aperitivos en las terrazas de Mitropoleos, o charla sin parar frente a las tiendas de Voulis, creer de veras que este país está saliendo del bache, aunque el milagro sólo haya sido posible tras los dolorosos sacrificios de los griegos. Pero lo que uno ya no puede dejar de ver, a menos que sea ciego, es que toda esa normalidad no es sino aparente. Basta alejarse unas pocas manzanas de ese idílico recorrido para comprobar que la realidad es muy diferente. Cierto es que los lodos todavía no lo han sepultado todo, pero no lo es menos que siguen muy presentes las consecuencias de todos aquellos desaguisados.

Recuerdo con inmensa gratitud las clases de don Carlos García Gual en las que, después de haber terminado Derecho con las ideas un tanto contrahechas, el erudito helenista, con paciencia digna del santo Job, intentaba enderezar el entuerto provocado por la aridez de tantos años memorizando códigos. Una de las enseñanzas de don Carlos me desveló que la tragedia griega se caracterizaba por conocerse siempre de antemano su fatal desenlace. Otra, igualmente oportuna, que las tragedias se representaban una vez nada más, ya que la totalidad del posible público asistía a la primera y única representación.

Con estos recuerdos de juventud, a medida que decae la tarde sobre una Atenas cada vez más atareada y bulliciosa, piensa uno que son muchas las cosas valiosas que, a pesar de los pesares, hacen que Grecia esté muy viva y que además hoy, como cada día, seguirá siendo sublime el ocaso tras la Acrópolis.

Quién sabe si la tragedia griega, como pretendía el denostado Giraudoux en su extraña obra teatral, por una vez no tendrá lugar, de tal manera que, aunque sea contradiciendo al profesor Garcia Gual, con un poco de suerte el fatal desenlace tampoco llegue a ocurrir.            

Ignacio Vázquez Moliní

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