miércoles, noviembre 27, 2024
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Pongamos que hablo de Darín

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En el año 1973, el todopoderoso cineasta Ingmar Bergman realizaba un nuevo ejercicio de vivisección de las emociones humanas. Esta vez el realizador sueco desmenuzaba la médula de un matrimonio típicamente burgués en una serie de seis entregas que en nuestro país se tituló “Secretos de un matrimonio”. Prolongaba así duración y secuencias, permaneciendo invariables temas y estilo: diálogos incandescentes, planos despaciosos, personajes lastimados.

De “Secretos de un matrimonio” brotó una versión reducida con tempo de largometraje que se exhibió en salas de todo el mundo y se alzó con el Globo de Oro a la mejor película. El propio Bergman adaptó el argumento a un formato teatral, e incluso 30 años después rodó una segunda parte titulada “Saraband” que cerró su venturosa carrera artística.

Tal multiplicación no fue la única secuela que dejó “Secretos de un matrimonio”. El guion de la serie, con su esmerado diagnóstico sobre la fragilidad de la pareja, desencadenó cientos de divorcios en la decían frígida Escandinavia. Cosas que pasan, yo vi la obra muchos años después y al contrario de la reacción del público de entonces se me abrió un apetito contumaz de emparentar con Liv Ullman o con Ingrid Thulin o con Bibi Andersson (con dos eses y con “o”, que quede muy claro) o con alguna de esas damas tan pálidas por fuera y tan sonrosadas por dentro a las que conocimos entre gritos y susurros.

Supongo que no fui el único, pues durante estos días se lee “no hay billetes” en las puertas del Teatro del Canal. Devotos de Ingmar Bergman pero también de Ricardo Darín, quien junto con Érica Rivas y bajo la dirección de Norma Aleandro revela y enfrenta los secretos de un matrimonio que esta vez se exhiben bajo el título “Escenas de la vida conyugal”. Ahora se impondría decir algo así como que la trama viaja desde el hielo de Farö hasta el sol de Buenos Aires, pero lo cierto es que en ambas versiones el paisaje resulta ciertamente secundario.

Es ésta una de las escasas coincidencias entre la película de Bergman y el montaje de Aleandro. Éste emula también a su predecesora en la secuencia argumental, que nace de una pareja verdaderamente convencional –su primera conversación en las tablas gira en torno a la visita dominical a los suegros-  que paulatinamente descubre que su “amor imperfecto” se desmorona. En ambos casos la espita del desencanto se abre a partir de la confesión del marido en cuanto a su relación extraconyugal con una mujer claro está mucho más joven. En sucesivas escenas planean la ruptura, la culpa, la duda, la resistencia a romper los filamentos de un vínculo que pese a todo se presiente sagrado.

Sin embargo y frente a la fuerza melodramática de la obra de Bergman, la pieza representada en el Teatro del Canal opta por un andamiaje inesperadamente cómico. Las reflexiones, las conversaciones, parecen buscar la complicidad del espectador en forma de carcajada. El ansia de profundidad de la versión cinematográfica da pie a un texto mucho más ligero en el que la fidelidad, la paternidad, el sexo, se resuelven a menudo a golpe de ocurrencia.

Tal vez con otro actor que no fuera Darín, “Escenas de la vida conyugal” hubiera podido caer en vicios propios de ciertas comedias sin pretensiones. Frente al medido rol encarnado con solvencia por Érica Riva –Mariana, mujer leal cuyo leve pecado es la ingenuidad-, en la adaptación que dirige Norma Aleandro se describe al esposo –Juan, a secas- con los renglones más torcidos de su género: engaña a su mujer pero se empeña en seducirla, descuida a sus hijas, abusa del alcohol, sucumbe a su arsenal de inseguridades. Pero para salvar el papel, el texto, la obra, y algunas migajas de dignidad masculina, emerge Ricardo Darín con su colección de registros y su aire de amigo de toda la vida.

Yo, la verdad, prefiero los “secretos” de Bergman. Pero qué placer poder saludar al actor desde mi butaca: “Che, Ricardo, qué macanudo que sós”.

 

Fernando M. Vara de Rey

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