Corrieron en las últimas horas rumores acerca de una posible y presunta intervención pública del Rey tras la rebelión de una parte del Parlament catalán contra la legalidad establecida. No fue así; una vez más se impuso la prudencia que caracteriza a La Zarzuela. Lo que no quiere decir, advierten algunas fuentes de la Casa del Rey, que Felipe VI no deje caer algunas frases significativas cuando, por ejemplo este jueves, asista a un acto solemne de la 'marca España':
¿Qué marco más significativo para hablar nuevamente de un país unido, con cuantas diferencias regionales se quieran contemplar y con cuantas reformas se acuerde que haya que afrontar en la legislación? La 'marca España' no puede ser solamente un programa de fastos, una exhibición de banderas: hay que devolver al concepto el significado primigenio.
Pero al Rey, entiendo, hay que preservarle de unas confrontaciones que ocasionalmente, en el caso de algunos líderes independentistas catalanes, adquieren un carácter de suma inmadurez. Algunas veces me he mostrado crítico con lo que consideraba como una cautela ocasionalmente excesiva por parte de la Jefatura del Estado ante algunos retos, por muchas limitaciones que esta figura tenga en las disposiciones constitucionales. Consideraba, y considero, que este Monarca, Felipe VI, es la mejor baza con la que cuenta la nación ante los desafíos que algunos, con mucho mayor éxito del que merecerían, nos han planteado a todos los españoles. Y también ante los descalabros causados por otros, con una nómina de errores en su actuación mucho más abultada de la que podría esperarse de ellos cuando acudimos a las urnas a votarlos. Así que el jefe del Estado se configura como la personalidad, o una institución, moderadora por esencia: he expresado muchas veces mi opinión en el sentido de que acaso las limitaciones constitucionales a la actuación de la Corona pueden ser, en su literalidad, excesivas.
Siempre nos quedará el Rey, de acuerdo. Pero no basta. Y la verdad es que las últimas semanas me hacen estar esperanzado también en lo que se ha venido llamando, quizá no muy afortunadamente, 'clase política'. Mariano Rajoy acierta rectificando su trayectoria huraña, de puertas cerradas, recibiendo a casi todos en La Moncloa y tendiendo manos al acuerdo, todo ello en un marco de lenguaje firme y no amenazante. Lo mismo vale decir del espíritu de concordia que en lo referente al problema secesionista catalán -el único punto, a lo que se ve, al que ha quedado reducida la campaña electoral- están mostrando tanto el socialista Pedro Sánchez como el líder de Ciudadanos Albert Rivera. Aunque cierto es también que algunos errores de Rajoy, señaladamente su empecinamiento en no adelantar las elecciones para anticiparlas a las catalanas, o para que coincidiesen con ellas, han contribuido a llevarnos hasta aquí: estamos con un Parlamento limitado a las diputaciones permanentes y, para colmo, en medio de una campaña electoral, lo que hace que los mensajes de unidad entre las formaciones no sean tan nítidos.
Siempre nos quedará el Rey, de acuerdo. Pero no basta.
No han sido las de Rajoy -y, en el pasado, las de bulto de Zapatero, convirtiendo, con sus engaños y triquiñuelas, a Mas en independentista, cuando no lo era– , las únicas equivocaciones en un proceso demencial. El gran error de Pedro Sánchez fue, y muchos se lo advirtieron, declarar a quien quisiera oírlo que 'jamás' pactaría ni con el PP «ni con Bildu». Ahora, como ha hecho Rajoy con sus tesis inmovilistas y ocultistas, Sánchez está teniendo que virar ciento ochenta grados, y ya ha llegado 'de facto' a un acuerdo de hierro con Rajoy para defender la unidad de España. Era previsible. Como previsible es que, tras el 20 de diciembre, y si la irracionalidad se sigue adueñando de la política catalana, PP y PSOE, esperemos que también con Ciudadanos -y, puestos soñar, ¿por qué no con Podemos?–, mantengan sus acuerdos preelectorales para elaborar una plataforma reformista en lo legal y de defensa del 'statu quo' en lo territorial.
Y aquí entra el papel unificador del Monarca. Don Felipe no tiene poderes ejecutivos, de acuerdo; pero tiene la enorme autoridad moral que le da ser el representante constitucional del Estado y encarnar la principal institución de España. A Felipe VI le ha tocado lidiar con la mayor crisis política que se ha vivido en España desde la guerra civil: ni siquiera los albores de la transición, con aquellos días difíciles para el nacimiento de la democracia, ni el ridículo intento de golpe del 23 de febrero de 1981, son comparables con el órdago, que quién sabe si se les ha ido de las manos, planteado por Mas y su camarilla. Eso me hace preguntarme si no debería haber más poderes, aunque por supuesto no sean ejecutivos, para el Rey, ese Rey que sabe estar, discreta pero firmemente, con las fuerzas políticas nacionales cuando empiezan, Dios sea loado, a actuar con un mínimo de cordura.
Fernando Jáuregui