Siete millones de personas. Tantas como toda la población de Serbia o de Bulgaria y más que la de Dinamarca o Escocia. Ese es el número de muertes que, según la Organización Mundial de la Salud (OMS), provoca cada año en el mundo la contaminación atmosférica.
La suciedad que flota en el aire que respiramos ya es más letal para la humanidad que el crimen organizado, los accidentes de tráfico y que muchos conflictos bélicos. Cáncer, problemas respiratorios, ataques cardíacos y dolencias cerebrovasculares son las principales consecuencias de esta hecatombe para la salud de las personas. Una matanza que escandaliza poco por ser silenciosa y lenta, pero no por ello menos firme.
La contaminación se cobra el mayor número de víctimas en las grandes ciudades, sobre todo de Asia, que hoy concentra la parte sustancial de la actividad fabril del mundo. En la costa oriental de China y en Asia Sudoriental, la polución desbocada obliga a la población urbana a utilizar mascarillas para salir a la calle y en los días de especial intensidad impide ver más allá de un centenar de metros de distancia.
Las autoridades toleran ese desaguisado en aras de un crecimiento económico que permite a sus élites levantar rascacielos, conducir automóviles de lujo y abrir suntuosas tiendas. Sin embargo, cada vez más voces avisan de que ese objetivo de expandir hasta el infinito el PIB y el consumo conduce irremisiblemente al desastre.
Cada vez más voces avisan de que ese objetivo de expandir hasta el infinito el PIB y el consumo conduce irremisiblemente al desastre
El principal problema es que, tras los aparentes ‘milagros económicos’ de algunos países subyace un modelo de crecimiento depredador del planeta, que alcanza sus objetivos a costa de degradar lo más básico para la vida: la tierra que nos alimenta, el agua que bebemos y en la que habitan numerosas especies y el aire que respiramos.
Madrid también se asfixia estos días bajo una intensa nube de contaminación atmosférica. El nivel de suciedad del aire ha rebasado el máximo que fija la regulación europea y el Ayuntamiento acaba de imponer, por primera vez, restricciones al tráfico de vehículos. De momento las cortapisas sólo afectan a los límites de velocidad y al aparcamiento, pero si la calidad del aire no mejora el consistorio endurecerá las medidas hasta el punto de restringir el acceso de vehículos a la capital.
Muchos se pueden sentir molestos por los inconvenientes que provocan estas decisiones, pero antes de poner el grito en el cielo conviene tener presente que la sociedad se enfrenta a un problema grave de salud pública, de efectos más devastadores que los provocados en su día por la crisis de las vacas locas o la gripe porcina. Según el Informe de Calidad del Aire de la Agencia Europea del Medio Ambiente, en España la contaminación mata a 27.000 personas al año y en el conjunto de Europa a 450.000.
Respirar hoy el aire de Madrid supone un daño para los pulmones equivalente a fumar media docena de cigarrillos al día. De ahí que todo el mundo debería de colaborar y tomar en serio esta amenaza. Porque la posibilidad de sufrir –o de provocar a los demás- tumores en los pulmones o daño cerebrovascular es mucho peor que la molestia que supone tener que reducir la velocidad en la autovía o, llegado el caso, dejar el coche en casa. No se trata, por tanto, de decisiones caprichosas.
Sin embargo, convendría que las autoridades también estuvieran a la altura del reto y adoptasen reformas de verdadero calado. Si muchas personas recurren al coche a diario es porque no tienen más remedio, pues la alternativa es un sistema de transporte a veces poco eficiente, que obliga al usuario a consagrar hasta 3 o 4 horas a ir y volver del trabajo.
Faltan en la periferia autobuses que enlacen con las estaciones de tren de cercanías, zonas de aparcamiento gratuito que disuadan de llevar el coche hasta el centro. Y faltan –por los recortes que provocó la crisis- líneas de autobús y de metro con la frecuencia suficiente para satisfacer las necesidades de la población. Sin ello, muchos jamás podrán renunciar al coche.
César Calvar