Idoa siempre quiso ser soldado profesional. Cuando se alistó soñaba con servir en un escenario donde pudiese demostrar su valía. Estaba destinada en la Brigada Ligera Aerotransportable y conducía una ambulancia blindada en la provincia de Herat. Aquella mañana, su misión consistía en formar parte de un convoy que trasladaría soldados italianos que formaban al ejército afgano. Tenía veintitrés años y pensaba casarse en breve. Todo parecía ir bien, como tantas y tantas misiones. Pero en el camino de vuelta, una bomba antitanque se interpuso en sus sueños, en su proyecto de vida. Los talibanes volaron el vehículo e Idoa murió como mueren los héroes: cumpliendo con su deber. Tal vez Idoa viajo en algún momento de su vida a Madrid. Tal vez no llegó a conocer a otra mujer uniformada. Se llamaba Carmen y ya era veterana. Tenía sesenta y dos años y patrullaba las calles de Madrid en una patrulla de la Policía Municipal. A pesar de la edad, no quería un destino de segunda actividad. Le gustaba salir a la calle, estar en contacto con la gente. Aquella mañana de Agosto fue alertada junto a su compañero de que se había producido un atraco. Detuvieron el vehículo de los malhechores y estos respondieron con plomo. Carmen murió como siempre habría querido: cumpliendo con su deber. Quizás Carmen no fue de vacaciones nunca a Galicia, pero tal vez coincidió en alguna ocasión, en algún curso o en alguna comisaria con Vanesa. Era una Policía Nacional destinada en Vigo, en un grupo de respuesta inmediata. Aquella mañana fría de noviembre acudió sin dudarlo a una llamada: se estaba produciendo un atraco con rehenes a una entidad bancaria. Junto a su compañero -un subinspector que resultó herido de gravedad-, se enfrentó al criminal. Vanesa no llevaba chaleco antibalas, el Cuerpo no los daba de dotación. Vanesa cayó al gélido suelo defendiendo la vida de otros ciudadanos. Murió pensando que lo que hacía era justo, que era lo que debía hacer.
Los talibanes volaron el vehículo e Idoa murió como mueren los héroes: cumpliendo con su deber
Posiblemente, ninguna de estas tres mujeres acudía a manifestaciones por los derechos de la mujer. Posiblemente no eran feministas recalcitrantes. Ellas habían cogido el toro por los cuernos siendo lo que querían, demostrando que podían realizar el mismo trabajo que cualquiera de sus compañeros masculinos.
En realidad, no necesitaban demostrar nada. Ganaron unas duras oposiciones entre miles de personas del mismo sexo. Lucharon por vestir un uniforme que dignificaba su condición femenina. Ganaron a pulso el respeto de todos y cada uno de los hombres de su entorno, demostrando día a día que eran tan buenas o mejores que ellos.
Eran tres mujeres pero representaban a todas aquellas que en silencio, sin alharacas, trabajan jornadas interminables como camareras, oficinistas, vendedoras, amas de casa, madres…Mujeres que después de su jornada cuidan de los hijos, de sus ancianos de todos aquellos que las necesiten.
Porque resulta que jamás pensaron que eran menos porque poseyeran una musculatura inferior, o porque fueran capaces de dar a luz a hermosos niños. Realizaban su trabajo como cualquier otro, con diligencia, sin ningún tipo de complejo de inferioridad. Y no se equivoquen, se maquillaban, eran coquetas y se vestían con sus mejores galas para demostrar que a pesar del duro trabajo que realizaban, eran femeninas.
Y por eso, cada gota de sangre que derramaron sobre la arena de Afganistán, el asfalto de Madrid o la acera de Vigo, no son otra cosa que un manojo de rosas rojas que representan la dignidad, el valor y la honestidad. Y todos aquellos que tuvieron el honor de manchar sus dedos en la sangre de las heroínas, jamás-por mucho que se froten las manos-, podrán quitársela de la piel. Porque es una mancha indeleble que se lleva con orgullo y satisfacción.
Fueron mujeres valientes y murieron con las botas puestas, como tanto y tanto hombres antes y después de ellas. Demostraron que los nobles valores que defendían no son patrimonio de la masculinidad. Por eso, se merecían -ellas y todas las demás mujeres-, estas líneas. Para que nadie las olvide. Para que en nuestra memoria queden reflejadas sus vidas y hechos. Para que nadie piense que una mujer es un ser inferior al que se puede maltratar sin escrúpulo alguno. Y cuando entres en un bar, o trabajes en una oficina, o pases delante de una comisaria o un cuartel, detente un momento y piensa que esa mujer que te pone la cerveza, que escribe un informe, que detiene a un ratero o maneja una ametralladora, se merece que la saludes con todo el respeto que se ha ganado a lo largo de la historia.
Que la tierra os sea leve, compañeras.
José Romero