Ante la magnitud de la matanza terrorista perpetrada el pasado viernes 13 en París por terroristas islamistas, la reacción, lógica, del Presidente de Francia ha sido calificar la masacre como un «acto de guerra». Más de un centenar de víctimas alevosamente asesinadas -cizalladas por la explosión de granadas o fusiladas por disparos de Kalasnikov, un arma de guerra- justifican sobradamente lo dicho por François Hollande. Si resulta que al grito de «Alá es grande», los terroristas dispararon indiscriminadamente contra las decenas de jóvenes que estaban en la sala de fiestas Bataclan, a nadie puede sorprender que también entre dentro de la lógica relacionar a los agresores con la deriva criminal que están siguiendo en no pocas partes del mundo los seguidores fanáticos de la religión islámica. Los hechos son tenaces. En uno y otro caso es acertado hablar de una guerra declarada por los partidarios de la Yihad (definida como «guerra santa») contra los valores sobre los que se asienta la civilización y la cultura occidental. En realidad es irrefutable que detrás de la radicalización que conduce a este tipo fanatizado de lucha armada que en ocasiones apareja actos de suicidio a la manera kamikaze, están algunas de las escuelas coránicas de países como Afganistán, Irak, Pakistán y ahora en la región de Siria en manos del autoproclamado Estado Islámico. Sin olvidar algunas mezquitas ubicadas en países europeos y también, desde hace ya algunos años, a través de las redes sociales que ofrecen páginas de contenido islamista que propagan la semilla del odio hacia los «infieles». Negar todas estas circunstancias en nombre del «buenismo» y de lo políticamente correcto -como se escucha estos días en algunas tertulias de radio o de televisión- es un acto de ceguera voluntaria impropio de personas cultas e informadas. Como también lo es a estas alturas, esgrimir el argumento de que en el caso de Francia, la República sería «culpable» de la radicalización de aquellos jóvenes magrebíes de segunda o tercera generación a los que no se les habría ofrecido oportunidades de integración. Es una falacia. Una más del pensamiento débil que caracteriza a quienes, pese a tan atroces evidencias, todavía defienden la «alianza de civilizaciones».
Fermín Bocos