Hace tiempo leí un artículo de un catedrático de economía emergente, Alfredo Pastor, titulado 'Elogio de la memoria'. Sostenía el catedrático que la elección entre el cultivo de la memoria y el del razonamiento siempre nos plantea un dilema falso y afirmaba que en el imaginario popular contrasta un pobre niño sentado en un pupitre roñoso condenado aprender de memoria la lista de los Reyes godos con otro en un aula luminosa descubriendo el teorema de Pitágoras con ayuda de unos bloques de madera de colores. El primero está sometido una tortura embrutecedora y el segundo da su primeros pasos por la hermosa avenida del conocimiento. Comparto desde luego que la lista de los Reyes godos es de dudosa utilidad, pero la memoria no puede estar entre las víctimas del progreso.
El artículo me impresionó porque yo siempre he tenido mala memoria y admirado a quienes la tienen porque lo considero un don que hay que ejercitar cada día más. Claro que la memoria en la época de los ordenadores y el Google se ha hecho menos necesaria, pero si se pierde la memoria se pierde mucho de lo vivido, de lo aprendido y de los admirado. Vivo en carne propia, y por cuestiones familiares, el drama que supone perder la memoria, no recordar nada, olvidar quien has sido y quien eres. Tal vez por eso cada día me esfuerzo más, no en aprender de memoria los Reyes Godos ¡cosa que ya no podría hacer!, pero sí en retener aquellos recuerdos gratificantes, esos pequeños instantes que merece la pena guardar como un tesoro y no olvidar las lecciones aprendidas de la experiencia.
En ese mismo artículo se comentaba que el neurólogo Oliver Sachs contaba que uno de sus pacientes músico, experto en Bach, persona culta, articulada y funcional había perdido por completo la memoria inmediata y si salías y volvías a entrar en la habitación donde estaba te recibía cordialmente como si no lo hubiera visto nunca. Sólo si estás al lado de alguien que ha perdido la memoria eres consciente del drama que supone no saber quien eres y no tanto por el pacientes si este está en un estadio feliz, sino por quienes están cerca y ya apenas reconocen a quien tanto han amado.
Si la memoria individual es importante, no lo es menos la colectiva y por eso no conviene, en épocas tan complicadas donde suenan tambores de guerra por todos lados, perder la memoria de la historia y olvidar lo que nos ha constado llegar a este punto donde los derechos y las libertades deben ser nuestra razón de ser. Los tiempos convulsos suelen ser aprovechados por los más miserables para inocular recetas populistas que, a la larga, tienen resultados nefastos.
Por eso hay que estar alerta, repasar la historia y no bajar la guardia. La memoria y el razonamiento en estos casos deben ir de la mano y no hay dicotomía que valga. Sí a la libertad y sí a la Seguridad sin que una termine por acabar con la otra. En esto no podemos permitirnos ser desmemoriados.
Esther Esteban