Vivimos tiempos de cambio. En las campañas electorales los platós de televisión sustituyen a las plazas de toros y a los teatros. Los votantes se ha convertido en público y los políticos en actores de televisión muy pendientes de su imagen. Los debates entre candidatos se anuncian como un programa especial. Uno más. En la lucha por el «share» las cadenas se disputan a los políticos como si fueran «celebrities». El resultado de estas y otras transformaciones es la simplificación del discurso político. Se impone el pensamiento débil. Las ideas se degradan a nivel de titulares aptos para ser tuiteados. Dentro de las nuevas tendencias en la comunicación política, en el mundo de los asesores de imagen se abre paso una obsesión: hacernos creer que el signo de los tiempos es la paidocracia, el gobierno de los jóvenes por el mero hecho de serlo.
Los votantes se ha convertido en público y los políticos en actores de televisión
A fuerza de reducir el discursos político a una cuestión de propaganda los aparatos de los partidos se han puesto en manos de los publicitarios. Eso explica la simplificación de los mensajes y el tratamiento de las ideas (y a veces a los propios candidatos) como «productos», como «marcas» que hay que promocionar para mejor «vender». Los partidos convertidos en empresas. Empresas que se juegan mucho. No solo alcanzar el poder o retenerlo. También es una cuestión de dineros. Durante las campañas gastan lo que no tienen en la idea de poder recuperar la inversión con las subvenciones que becan las actas de diputados y senadores. En éste contexto es fácil explicar el auge de los asesores de imagen. Personas expertas en comunicación y con contactos en los medios. Políticos hay que no dan un paso sin él o sin ella. El asesor pasa a desempeñar un papel capital en la vida del candidato. Controla su agenda y administra sus mensajes granjeándose, por cierto, la inquina de los responsables «políticos» del partido designados para aplicar una determinada estrategia. Hay asesores que conocen muy bien su oficio y como en todas las profesiones, también los hay que tocan de oído. Estos últimos son los más dados a las extravagancias. Son quienes empujan a los candidatos (afortunadamente no todos se dejan), a salir en la televisión haciendo payasadas o compitiendo en banalidad con profesionales del mundo catódico que se han hecho famosos haciendo tonterías. Dicen que así se dan a conocer ante auditorios (en esencia, los jóvenes) que tradicionalmente «pasan» de la política y a los que de otra manera no llegarían. Ante semejante estado de cosas creo que es legítimo preguntarse si de tanto rebajar el nivel de exigencia respecto del discurso político las campañas no acabarán convirtiéndose en un circo.
Fermín Bocos