Confieso que tengo identidades que han terminado por ser complementarias. He puesto orden en ellas y no hay disputas por constituirse en hegemónicas. Mi amigo Juanito Alkorta, el empresario vasco que prematuramente se plantó ante ETA y dio instrucciones notariales para que, en caso de secuestro no pudiera satisfacerse el rescate, lo decía con la gracia seca que le caracterizaba: «El problema vasco se empezará a encarrilar cuando una chica de Tolosa se case con uno de Bergara y el viaje de novios sea al otro lado del Ebro». Y Juanito era euskaldum, con ciertas dificultades para expresarse bien en castellano, y vasco con raíces. Como Pío Baroja recomendaba viajar para digerir la propia identidad sin que fagocitase el cerebro.
El nacionalismo cuando se pone en ebullición se apoya en una mitificación de una historia inexistente o manipulada y en la creencia cuasi religiosa de una superioridad de lo propio con lo ajeno.
Para reclamar tal diferencia hace falta un enemigo exterior al que se culpabiliza de todas las carencias propias. La promesa es que solos, independientes, lograrán la perfección. Artur Mas lo acaba de proclamar: «Los proyectos sociales y económicos solo se lograrán con la independencia». Lloverá café en el campo catalán.
Ahora el nacionalismo catalán ha culminado un logro estético también fundamental en la liturgia de los nacionalismos. Un millón cuatrocientos mil ciudadanos, uniformados en los colores de la bandera, demostrando orden, disciplina, unidad y determinación por la independencia. Lo que les une es la patria, el amor desbordado por la propia tierra. Las diferencias que constituyen los matices de las identidades compartidas no importan; han sido desbordadas por la identidad de ser catalán que no permite que otras diferencias sean determinantes.
Así las cosas, el problema, como todo en los nacionalismos, es de hegemonía. Y la hegemonía solo se consigue uniformando los matices. O se es catalán, que para ellos es independentista, o no se es nada. El traidor no necesita ser señalado como tal de forma precisa, salvo que se constituya en una amenaza eficaz contra la idea homogenizadora. De momento, los no nacionalistas lo son españoles para ellos. Pero como no están movilizados y aguardan pasivos para conocer el resultado de una consulta tramposa en el que no se cuentan votos sino su transformación en escaños.
En estas condiciones es muy difícil un entendimiento estable. Para el nacionalista profundo, la única solución es la independencia. Y en el caso de Cataluña ni siquiera se exigen a sí mismos ser la mitad más uno de los catalanes.
Carlos Carnicero