Ocurrió hace unos treinta años. Mi padre arrastraba una enfermedad desde joven por la que era necesario ingresarle de tanto en tanto en el hospital. Yo era un joven apasionado por la historia y por eso cuando acudí a visitarle, me presentó a su compañero de habitación, un hombre mayor aquejado de una dolencia cardiaca. A pesar de que mi progenitor era más rojo que los calzoncillos de Pablo Iglesias, estaba orgulloso de conocer al hombre que se encontraba a su lado.
-Mira hijo, este es Pedro. Estuvo en la División Azul. No digas nada, pero por las noches se escapa para visitar a una querida que tiene en Carabanchel- me dijo esbozando media sonrisa.
¡Vaya figura! El tío era un todo un carácter, así que decidí entablar conversación con él, lo que aceptó de buen grado.
-Chaval, yo era muy joven cuando me aliste. Habíamos pasado la guerra civil -que espero no vuelva a repetirse jamás-, y el comunismo era nuestro enemigo. Yo estudiaba arquitectura en la Complutense y pertenecía al Sindicato de Estudiantes Universitarios, de tendencia falangista y estaba lleno de ilusiones. Era un joven idealista, con ganas de cambiar el mundo. No sé si estaba equivocado o no. Con esa edad no tienes claras las cosas. Lo único que tenía claro es que no quería que España fuera comunista, ni más ni menos.
Así que llegué tras varios meses de instrucción en el cuartel de Grafenwöhr al frente de Leningrado, en la ribera del rio Voljov. Lo primero que nos dimos cuenta fue el abismo que nos separaba de los alemanes. Eran tipos organizados, incapaces de sentir la mínima lastima por sus enemigos. No es que fuéramos ángeles, pero nosotros luchábamos contra los comunistas, no contra el pueblo ruso. Queda claro en documentos oficiales que los soldados rusos preferían mil veces antes caer prisioneros con nosotros que con los alemanes. De hecho yo fui testigo de cómo esos hombres cogían las armas para defendernos de sus compatriotas. Además, todos teníamos una novia rusa, una panienka, con las que dormíamos siempre que podíamos. Para un alemán eso era mezclarse con una raza inferior, inadmisible por completo.
Lo único que tenía claro es que no quería que España fuera comunista, ni más ni menos
De verdad, eran tan tontos que siempre cobrábamos la soldada dos o tres veces, porque los contables alemanes no estaban preparados para los picaros llegados del sur ¡jajajaja! Luego estaba el trato que teníamos con los oficiales. Los alemanes se quejaban del compadreo existente entre mandos y soldados. Pero nosotros somos así. Por la noche encendíamos hogueras y cantábamos alrededor de ellas, lo cual estaba totalmente prohibido ya que atraía a la aviación enemiga, pero nos la sudaba. Éramos descendientes de los Tercios y no nos escondíamos jamás. Pronto nos ganamos la admiración de los alemanes a pesar de que nosotros no fusilábamos ni ahorcábamos a los prisioneros. En combate fuimos duros y todavía se recuerdan gestas como la de la compañía de esquiadores cruzando el lago Ilmen a cincuenta grados bajo cero para salvar a un destacamento aislado alemán. Por supuesto que en España se nos considera unos fascistas y poco menos que asesinos, pero no fue así. Franco nos traicionó. Nos utilizó para que el tío Adolfo no obligara a España a entrar en la guerra. Además, todos saben que nuestro general, Agustín Muñoz Grandes era el favorito de Hitler para sustituir al gallego, lo cual era peligroso para él. Por eso lo defenestró.
Nosotros luchamos por nuestros ideales y merecemos un respeto. Dimos nuestra juventud y muchos sus vidas. Ya ves, con la perspectiva que dan los años, ahora tengo grandes amigos republicanos. Todos coincidimos en una sola cosa, aunque políticamente no lleguemos a un consenso: los españoles no deben jamás volver a matarse entre ellos. Todos somos hijos de esta gran nación. Todos fuimos soldados del sol, del soleado sur de Europa, tanto los que combatieron junto a los aliados, como los que combatimos junto a los alemanes. No somos más que unos tíos pertenecientes a un pueblo capaz de lo mejor y lo peor. Capaz de dar un Gran Capitán o un Cervantes, pero también de asesinarnos entre nosotros con una saña feroz.
El anciano era un torrente de palabras y vida. Se sentía afortunado por haber vivido aquella aventura, pero en su rostro se reflejaba la amargura que todos los españoles de bien llevan por dentro. La amarga sensación de ser un pueblo dividido, autodestructivo pero que comparte más cosas de las que se imagina.
Una mañana, cuando fui a visitar de nuevo a mi padre, observe seriedad en su mirada. La cama de al lado se encontraba vacía.
-Ha muerto esta noche. Un infarto. No han podido hacer nada.
Mi padre se levantó del lecho y buscó debajo. Sacó una botella de Ribera del Duero.
-Me la regaló hace unos días -afirmó-. Quería que brindásemos por él.
Y así fue como mi viejo, republicano y comunista pero español hasta la medula, y yo, brindamos por un buen hombre. Por uno de los soldados del sol. Por uno de esos tipos bajito y morenos, con los huevos tan grandes como melones, que lucharon durante siglos por todo el mundo, defendiendo a unos y otros, pero siempre echando de menos su patria.
Descanse en paz.
José Romero