Estamos en tiempo electoral, es decir, en tiempos de promesas. Un candidato tiene que ser como un jugador juvenil que despunta: prometedor. Y lo cierto es que se dedican a ello con denuedo y profesionalidad.
Resulta bastante frecuente que acusemos a los políticos de que nos mienten, pero hay que reconocer que los electores lo estamos pidiendo, y casi sufrimos un desencanto cuando nos tropezamos con uno de esos tipos reacios a permitirnos soñar, que es como si un vendedor de lotería nos extendiese el décimo recordándonos que lo más fácil es que no salga premiado. No hay que esforzarse demasiado para saber quién es uno de esos prototipos, en la panoplia del cuarteto que anda todas tardes de parranda, cada uno por su lado.
Un candidato tiene que ser como un jugador juvenil que despunta: prometedor
Hay promesas históricas y promesas histéricas. Las primeras son las que, pasado el tiempo, han quedado en la memoria o por su cumplimiento o por su error. Entre ellas, cabría mencionar el «puedo prometer y prometo» de Adolfo Suárez, augurando que seríamos un país normal, como eran los países vecinos. O los famosos 800.000 puestos de trabajo que puso en la ruleta de la esperanza Felipe González, y que las horribles condiciones económicas, entre ellas la necesaria y urgente reconversión del carbón y de acero -que supuso el cierre de altos hornos como el de Sagunto- lo hicieron imposible. Pasado el tiempo, y cuando las cosas mejoraron, el propio González bromeaba y decía que, en realidad, le habíamos entendido mal, y que lo que había prometido eran 800 ó 1000 puestos de trabajo.
Luego están las promesas histéricas, en esos momentos en que el olor de las encuestas pone a los candidatos al borde de un ataque de nervios. La más deslumbrante ha sido la de don Pablo prometiendo un referéndum en Cataluña, al año que viene, cuando vuelvan los Reyes Magos. O sea, que todas las fuerzas nacionalistas y compañeros de viaje no han podido en los tres últimos años convocar un referéndum, porque es ilegal, y él lo va a lograr en doce meses. Vale, tío. Yo me lo creo y los dos mentimos.
Luis del Val