Se lleva mucho la moda de mercadillo y tener dinero o, al menos, los signos externos de que se tiene. Se aprecia bastante poco la honradez. El resultado no se ha hecho esperar y la gente no se esfuerza por ser honesta, sino por ver la manera de pegar un pelotazo.
Acompaño a mi hijo a ver a un especialista. Son las siete de la tarde. Es un hombre que está en la cincuentena. Ha estudiado una carrera de seis años, se presentó a las oposiciones de Médico Interno Residente, estuvo dos años, se hizo especialista, llega a su casa derrengado, después de diez horas de trabajo, y todavía tiene que leer algún informe referido a su campo profesional. Se le ve cansado. Creo que está íntimamente satisfecho del esfuerzo que ha llevado a cabo y de los logros conseguidos, pero seguro que tiene un vecino que, con menos preparación y más picardía, obtiene mucho más dinero y con bastante menos esfuerzo. Lo grave no estriba en esa diferencia, lo terrible, la carcoma que corroe a esta sociedad es que el resto de los vecinos envidiarán mucho más el último modelo de automóvil del pícaro, que la sapiencia y la entrega del médico, porque lo que ven los demás es un coche pasado de moda y de bajo coste.
El embajador que cobra comisiones o la juez que presuntamente ha prevaricado para proteger los negocios de su marido, en Canarias, son una consecuencia de esta adoración al becerro de oro, de este menosprecio de la inteligencia y la dignidad. Hay algunos simples que creen que esto se arregla poniendo límites a los sueldos, o sea, poniendo límites a los asalariados, cuando el problema es mucho más hondo y más terrible. Los corruptos delinquen, pero todos los demás les estimulamos a que lo hagan, porque no apreciamos la inteligencia, ni la bondad, ni la honradez. Es esta exaltación de los resultados de la bellaquería los que nos tiene sumidos en un círculo del que es difícil de salir. No son los políticos. Somos todos colaboradores necesarios para que continúe, en lo privado y en lo público, este aplauso a las consecuencias del pillaje. Y mientras nuestras palmas suenen, las vocaciones al latrocinio seguirán creciendo.
Luis del Val