miércoles, noviembre 27, 2024
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Cuento de dos ciudades

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Barcelona y Madrid son rivales, concurrentes o, simplemente, se tienen envidia, esa costumbre tan hispana. Aunque quizá lo que predomine sea el recíproco desdén. Vamos a ver qué tiene una de que la otra adolece.

Río del que preciarse, ninguna de las dos, por lo que no hay esos puentes que tanto nos fascinan de París, Londres o Praga. Pero Madrid tiene por lo menos el viaducto. La ciudad Condal tiene mar, aunque durante mucho tiempo se empeñó en ocultarlo, mientras Madrid se conforma con el estanque del Retiro, que se llamaba estanque de barcas. En montes gana Barcelona, con su Montjuich mirándose en el mar y su Tibidabo. Madrid, al sur tiene el Cerro de los Ángeles, de perversa arquitectura, que se mira en los solares y fábricas de Getafe, paisaje bello y ordenado donde los haya.

En relumbrón gana Barcelona, con su seny, su película de Woody Allen y su branding sabio y sin descanso. Madrid, como era la capital y tenía el Museo del Prado, no se ha molestado mucho.

Madrid por las mañanas huele a churros y Barcelona a croasanes, lo que es todo un nivel. Josep Pla decía que Madrid olía a café con leche, pero eso era hace ochenta años.

En historia, Madrid la debe más a ser la capital, no a la voluntad. Era y es una historia sobrevenida, caída encima del personal sin pretenderlo, mientras Barcelona la ha hecho siempre, deliberadamente, concienzudamente. Y si no, se la ha inventado, como lo de 1714, agrandado, desfigurado pero muy bien publicitado para alimentar el victimismo y el agravio comparativo, ese deporte tan español. En vez del «y tú más «, el «yo, menos».

Barcelona mira a Italia y Madrid a Navacerrada, con algún atisbo hacia Hispano América. Barcelona inventó la Nova Cançó y Madrid la zarzuela. Los madrileños van a Barcelona por gusto, los barceloneses vienen a Madrid por obligación, para hacer diligencias y gestiones.

Los de Madrid no se toman muy en serio; cualquiera es madrileño a las cuarenta y ocho horas de estar en la capital. En Barcelona son mucho más exigentes, hay que superar muchas más pruebas, es una oposición con exámenes sin fin. No se adjudica el marchamo de barcelonés con la ligereza, frivolidad y desenvoltura que se regala el título de madrileño.

Por eso los barceloneses miran a los madrileños como unos manchegos algo desbastados -pero en Barcelona no han leído Un catalá en La Mancha, de Rusiñol- y los madrileños a los barceloneses como unos creídos que detestan ser españoles porque se sienten superiores. Quizá los madrileños sean demasiado directos, de ahí su brusquedad, y los barceloneses sean más elípticos, menos previsibles. Ambos pueblos son petulantes y están convencidos de que tienen la razón, pero eso es algo precisamente muy hispánico, no una especialidad de los madrileños ni de Barcelona. O sea, que no se puede discutir. O se acomete una especie de discusión mecánica, llena de lugares comunes, como los que se evocan en esta columna.

Pero no se agotan ahí los contrastes. Mientras en Madrid está la plaza de toros de Las Ventas, oprobio cañí para los bienpensantes protectores de animales, en Barcelona son más finos y tienen el Nou Camp y el Liceo. Las corridas han sido prohibidas sobre todo por españolas más que por proteger a los toros, que para eso conservan los corre bous, pero la afición barcelonesa, que no ha sido exterminada, va a Francia a los toros y fumarse un puro.

Los madrileños tienen por patrono a un precursor del PER que, mientras descansaba, labraba otro por él; los de la Ciudad Condal se encomiendan a alguien de alcurnia como Santa Eulalia y celebran también el sofisticado y libresco Sant Jordi.

En ruido y tráfico agobiante, están empatadas. Ninguna de las dos ciudades es romántica ni sosegada. Ya no hay calles misteriosas, solitarias. Las pintorescas que subsisten están llenas de turistas. Como se puede comprobar todos los días en ambas capitales, la gente se queja del tráfico, de los trenes de cercanías, pero nadie se queja de que no se pueda pasear, porque ya hace mucho que se ha impedido tan castiza costumbre y no se echa de menos. A la calle se va de compras, no a pasear. Las Ramblas son intransitables y la Castellana, una autopista. Y cuando hay aceras, pues se llenan de terrazas y de motos estacionadas y ya está, se acabó el paseo, veleidad pasada de moda. Pero hay que reconocer que Madrid, la esteparia, tiene más parques.

También están casi igualadas en funcionarios que van a desayunar de diez a once porque Barcelona ya no es tan industrial. Y precisamente como ya no es proletaria surgen todos esos grupos nacionalistas injertados de tardomarxismo mal leído. Antiguamente, los nacionalistas eran las derechas. No es casual: a menos obreros, que se suponía -erróneamente- que eran más internacionalistas proletarios, aparecen más nacionalistas. Y encima hay quien quiere cargarles con el Senado, para que Barcelona sea una especie de Estrasburgo, con empleados que van y vienen con sus dietas y viáticos, y que todo le cueste un dineral al contribuyente. Como les encasqueten la utilísima e imprescindible Cámara Alta, se hacen independentistas todos.

Una concurrencia sana, positiva, conocerse, mirarse sin desdén, serían la mejor medicina para allanar tanta incomprensión. Si no, habrá que aplicarse la moraleja de aquella obra de Moreto Cavana, El desdén con el desdén, ambientada precisamente en Barcelona.

Pero, en fin, siempre nos quedará París. Y Lisboa.

Jaime-Axel Ruiz Baudrihaye

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