sábado, septiembre 28, 2024
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Todos eran españoles

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No hace tiempo que vivía en la árida Castilla un valiente y maduro Capitán; de esos que llevan  grabadas en las carnes mil antiguas cicatrices infringidas por el candente fierro del enemigo. Hombre duro, enjuto; no feo de rostro y fuerte de sangre y musculo, podría decirse que se trataba de un Aquiles renacido o un héroe mítico de la antigüedad. Viudo desde joven, llamada su esposa a la diestra de Dios padre por culpa de una pulmonía mal curada y un barbero que acabó por rematarla con sangrías y ventosas, hizo voto de no volverse a matrimoniar y dedicarse tan solo al noble oficio de soldado; pues dentro de su cuerpo habitaba la desdicha y el encono de luchar con el secreto deseo de morir en duro combate.

Como volviese de su última batalla sin fuerzas, con el ánima desencarnada por tanta peripecia y muerte; decidió retirarse a su hacienda-diminuta, con apenas un par de yuntas y veinte ovinos-, con el fin de redactar sus memorias, que no memorándum, para que su Rey y toda España conociese los quebrantos de los soldados en defensa de su patria.

Así que pasó un año recluido esforzándose con la tinta y la pluma, no sin mucho trabajo y penuria, pues Dios nuestro señor no le había llamado por el camino de Homero. Tan solo en compañía de su hermana Marcela, mujer piadosa y discreta, que había quedado para vestir santos por afán de servicio a sus padres y hermano; vagaba por los pastos en las gélidas noches sin luna y aun es más por el casón, como fantasma taciturno  desesperado de soledad.

Tanto preocupó a Marcela la tristeza y el poco apetito de su hermano que tan en hueso sin carne le dejaba, que insistió durante días en que saliese al pueblo cercano que llaman Oscuro e hiciese ronda como hombre castellano, por las cantinas y tabernas en busca de una jarra de vino dulce, así como las delicias pasajeras de alguna hembra, no fuese que la maledicencia de las gentes engendrara algún tipo de rumor o cuento que acabase con la Santa Hermandad llamando al portón de la casa.

-No es cuestión, señor Capitán de que vos andéis recluido como monja de clausura-le dijo agriamente-. Es cierto que por las noches, no podéis el sueño conciliar ya que se os aparecen los rostros de las personas a las que habéis arrebatado la vida, que vuelven del Hades para atormentaros con su presencia. Pero también es verdad que debéis abandonar esta prisión o retiro, que cualquiera de las dos parece, para evitar que os se seque el cerebro y entréis en la locura, o aún peor, que no seáis más que una sombra del hombre que fuisteis y vuestra alma vaya de cabeza a consumirse en las llamas del infierno.

-Entiendo vuestra cuita señora hermana-respondía el Capitán-, ya que mi retiro os llena como es lógico de pesadumbre; pero habéis de saber que cuando mucho se mata, algo muere de ti mismo. Que no es razón para renunciar a la vida que Dios en su infinita bondad pluga darme todavía, pero si para retirarme de la mundana vida y el contacto de mis semejantes.

 Aun así, insistió tanto la bondadosa hermana, fue tan arduo su afán, que terminó quebrando la firme voluntad del Capitán de no volver a tratar a humano alguno. Así que una tarde de Estío, con la canícula rebajada por la brisa del norte, ensilló el caballo y vestido con poca gala y poco entusiasmo, partió lentamente hacia el pueblo.

Anduvo el camino con el rostro sombrío, apoyando la mano sobre su espada de fino acero toledano, refulgente y expuesta al pairo sin funda, tan solo sujeta por un tahalí. Tras tres cuartos de hora que le parecieron tan largos como la peregrinación del mítico Odiseo, tras un recodo del camino contemplo las primeras luces de Oscuro, el pueblo sin señor, refugio de villanos, sochantres y holgazanes.

Entro a la sazón por la calle principal, donde los paisanos andaban recogiendo viandas y pertenencias para pasar la noche en sus maltrechas casas. Aquí un alguacil de gorro emplumado, con lanza y espadín hablaba con una mocita; allá una matrona recogía amorosamente a sus pequeños vástagos del juego de la calle para la cena y acullá unos muleros daban cuenta de unas jarras de vino aguado mientras jugaban a naipes.

Ató su caballo a la argolla de la primera cantina que atisbo y entró embozado como un bandido para no ser reconocido. El garito era de los poco recomendables lleno de tahúres, bribones y mujerzuelas de mala reputación. El mesonero reinaba detrás de un mesón de madera, junto a los barriles de vino, mientras que la mesonera preparaba en los fogones alguna torcaz y garbanzos con chorizo del país.

Hubose sentado alrededor de una mesa que se encontraba vacía cuando al punto se acercó una joven, hija de los mesoneros, que con dulce voz le preguntó que deseaba. Bajose el bozo el Capitán tan solo para contemplar a la dueña de tan delicada y hermosa voz, quedando maravillado del rostro que más de mujer era de ángel de los cielos. Mocita  de veinticinco años o menos, la cintura de junco de los que crecen a orillas del rio y los ojos negros como el carbón de las minas asturianas.

-¿Qué deseáis tomar buen señor?

La voz de la mujer sacó al Capitán de su ensimismamiento y apenas pudo contestar con cierto tartamudeo:

-Bien será hermosa doncella, que llenéis una jarra de vino bueno, no del que beben los gañanes y si por añadidura fuese acompañado de un plato de queso de oveja curado, os quedaría este viejo guerrero eternamente agradecido.

Corrida por tan elocuentes palabras, ruborizose la doncella y anduvo presta para resarcir el encargo, del que el Capitán dio buena cuenta pues a tres días que apenas probaba bocado. Después pagó dejando generosa propina a la moza, embozose el rostro nuevamente, partiendo al punto para su hacienda no sin dejar su transido corazón en aquel tugurio sin nombre y el rostro de su  homérica sirena en la cabeza.

Aquella noche hizo presa la fiebre en él, tanto que Marcela asustada, considero avisar al barbero, lo cual prohibió su hermano recordando el funesto destino de su esposa. Así que recibió friegas de vinagre y trapos empapados en agua por la frente, así como algún julepe medicinal, hasta que el día siguiente sanó de aquel extraño acceso.

Así fue, que movido por el ansia de no mancillar a la doncella, ni su honor de viudo, decidió partir en una de las múltiples expediciones a las Indias, en busca de una muerte gloriosa, que diera pábulo a su merecida honra.

Alistose como un vulgar soldado con un tal Hernando Cortés, a la búsqueda del Dorado en tierras que decían ocupadas por los mexicas. Tierras ricas en animales extraños, frutas dignas de reyes y oro del más puro que se encontrase en el mundo.

Tras dos meses de penuria, embarcado en una carabela que achicaba tanta agua como pesaba, llegaron a la isla de Cuba. Allí, recuperadas las fuerzas, embarcaron de nuevo bordeando la costa, hasta que aposentaron sus reales en las cercanías del rio que llamaron Tabasco…

Hay comenzó una de las más grandes empresas de la humanidad. Nuestro Capitán murió con honor en la llamada “noche triste” y sus huesos jamás recibieron cristina sepultura. Su nombre no pasó a la historia al igual que  otros muchos. Es la historia de miles de españoles, procedentes de todas partes de la península que dejaron atrás su hacienda y su vida en busca de aventuras, o por un despecho amoroso, o por huir de la justicia. Fuese cual fuese el motivo, aquellos españoles fundaron el mayor imperio de la humanidad. Y lo hicieron a base de espadazos, arcabuzazos, cañonazos y el valor más avezado. En honor de aquellos hombres, no rompamos España. Aprendamos del pasado para forjar el futuro próspero que nos merecemos. Todos eran hombres valientes y orgullosos de serlo. Todos eran españoles y orgullosos de serlo.

José Romero

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