La que se había liado por el intento de secesión de determinados estados del Sur, era cojonuda-¿les suena a determinados hechos que están ocurriendo en la actualidad en un país del sur de Europa?-, y la verdad es que el asunto amenazaba con terminar mal.
El Presidente Lincoln, dispuesto a mantener la Unión, llamó a sus hombres a la guerra, aunque bien es verdad que los primeros disparos los hicieron los renegados del Sur.
Las primeras batallas no fueron muy bien para la Unión, complicándose la situación cuando el General Lee-un caballero del Sur-, decidió invadir el norte con sus tropas y amenazar directamente la capital de su enemigo: Washington.
El uno de Julio de mil ochocientos sesenta y tres, un destacamento Confederado, en busca de zapatos-el calzado es tan importante como un arma para las tropas, en España el encontronazo se habría producido buscando vino, seguro-, se topó con una División de Caballería de la Unión, en un tranquilo y pacifico pueblo de Pennsylvania, llamado Gettysburg.
Rápidamente, el General Meade (Jefe del ejército de la Federación) y el General Lee, comprendieron que aquel encuentro fortuito seria decisivo, así que mandaron tropas de refuerzo, comenzando así la batalla más sangrienta en suelo norteamericano, jamás perpetrada.
Entre las tropas de la Unión, se encontraba el 20 regimiento de Maine, al mando del Coronel Joshua Chamberlain. Esta unidad recibió la orden de defender Little Round Top (pequeña cima redondeada), que era el extremo izquierdo de la línea de fuego unionista. Si el 20 de Maine, cedía, todo el ejército seria cercado y destruido.
El Coronel Chamberlain era un hombre valiente. En realidad quería ser Pastor (cura más o menos, entre los herejes protestantes) y poseía un postgraduado de teología. Había nacido el ocho de Septiembre de 1828, en el estado de Maine y como era habitual los hombres se mantenían fieles a su tierra, aunque combatieran para que otros no se fueran.
El día dos de Julio, Chamberlain había dispuesto la defensa, pero tuvo un problema. Algunos de sus soldados se amotinaron. Habían firmado estar en servicio durante un tiempo y este estaba agotado. Querían volver a sus casas, con sus mujercitas, sus hijos y sus cosechas. Fue entonces, cuando Chamberlain, hombre comprometido con la historia, los reunió dándoles una charla que consiguió cambiar la actitud de los soldados. El tío era también profesor de retórica, por lo que imagino a los otros escuchándolo con las bocas abiertas. Mas o menos, cito de memoria, fue así: “Nosotros estamos aquí por algo nuevo (…) Somos un ejército que quiere liberar a otros hombres (…) América ha de ser libre (…) Ningún hombre tiene que postrarse ante otro, ningún hombre nace en la realeza, aquí te juzgamos por tus actos, no por quien fue tu padre (…)” A mí me arengan así, y me lanzo a la batalla en pelotas, si es necesario. Y eso que soy monárquico, que lo cortés no quita lo valiente.
Aquí te juzgamos por tus actos, no por quien fue tu padre
Comenzaron los duros ataques ladera arriba de los sureños, hombres duros, de los de verdad. El 20 de Maine, los rechazó. Intentaron flanquearlos, pero Chamberlain estiro su línea evitando la debacle del ejército unionista. Los hombres caían como moscas, tanto los defensores como los atacantes. Hacía calor y el olor a pólvora y sangre era insoportable. Los disparos se recibían en el pecho, en un hombro o en la cabeza.
Aquellos hombres de Maine, con su jefe al frente, sabían que estaban haciendo historia y cuando un hombre es consciente de ello, la vida o la muerte no importan, tan solo la victoria sirve.
Las municiones comenzaban a escasear, las bajas eran importantes y aquello era la guerra de verdad, la caballería no acudiría al rescate. Se trataba de uno de esos momentos críticos de la historia, en la cual las decisiones pueden llevarte al infierno o al cielo. Y Chamberlain tomó la menos lógica.
Ordenó a sus hombres calar la bayoneta. Cargaron corriendo como posesos, cuesta abajo, como ángeles de la muerte. Los Confederados, sorprendidos por aquel acto de heroísmo, se rindieron en masa.
La batalla, duro tres días, murieron 46.000 hombres-que ya es matar ¡Dios mío!-, y cambió el curso de la guerra y quizás de la historia del mundo, tal y como lo conocemos.
Joshua Chamberlain, llegó a ser Gobernador-por los republicanos, como debe ser-, del Estado de Maine. Fue condecorado con la Medalla de Honor del Congreso treinta años después.
Resulta increíble, que en una pequeña elevación del terreno, en un tranquilo pueblecito, se dirimiera la historia de Estados Unidos, por no decir la de la humanidad para los años posteriores. Parece increíble, lo que la libertad y la democracia, deben a unos hombres que no eran más que granjeros y cazadores antes que soldados y aun tipo valiente, de grandes mostachos rubios que quería ser Pastor y terminó siendo un héroe de guerra.
José Romero