Al comprobar el escaso nivel de los debates y de las propuestas políticas de esta campaña electoral, por no hablar de los insultos que algunos candidatos se lanzan mutuamente ni de las agresiones físicas sufridas por otro en plena calle, a uno se le quitan las ganas de casi todo. Llega a sentirse tentado en seguir el sabio ejemplo de aquel personaje de Muriel Barbery en su magnífica novela La elegancia del erizo, quien desde una nada despreciable altura intelectual renuncia a los falsos oropeles y al ajetreo inútil del gran mundo francés para ocultarse en ese confortable y discretísimo refugio, donde nadie vendrá a incomodarla con absurdas impertinencias, que es el figón de portera de un banal edificio de París.
Aunque uno siempre sea consciente, en mayor o menor medida, de que está muy presente la tentación de escapar ante tanta necedad como la que nos rodea, dejando plantada a esa multitud de mercachifles y papanatas que anda por ahí suelta, en determinadas ocasiones, como son los días postreros de esta campaña electoral que padecemos –sin que se hayan apagado todavía los rescoldos de la anterior campaña catalana– se le presenta todavía más atractiva la posibilidad de transformarse en esa extraordinaria portera parisina que gasta sus muchas horas libres disfrutando en sabia paz de una humeante taza de té y de la mejor literatura europea del siglo XIX.
Es muy recurrente esa tentación de abandonarlo todo para disfrutar de las pequeñas cosas de la vida. Son numerosos los ejemplos que podrían recordarse, desde las propias páginas del Evangelio, con San Simón el Estilita, encaramado en su columna, o la propuesta de uno de los Apóstoles a Jesús para vivir en una apacible choza levantada en ameno lugar, hasta las del Quijote, jugando a llevar una apacible vida pastoril, sin olvidar otras más recientes, como las de Ítalo Calvino, en las que narra la historia de aquel caballero que decide alejarse del mundanal ruido refugiándose para siempre en las altas copas de los árboles.
Puede uno contribuir a que el ejército de inoportunos vaya reduciéndose cada día un poco más
Sin embargo, al final acaba uno superando el enfado inicial y, en lugar de trepar a los árboles como el barón Rampante o releer las páginas de Ana Karenina como la delicada portera de Barbery, regresa a sus obligaciones intentando, eso sí, que la legión de papanatas y mercachifles no le amargue todavía más la vida. Es más, mediante un voto responsable, puede uno contribuir a que el ejército de inoportunos vaya reduciéndose cada día un poco más, hasta que llegue un día en el que desaparezca por completo.
Ignacio Vázquez Moliní