Una benevolente obligación profesional me condujo este mismo diciembre a la capital de Ucrania. Un viaje a Kiev, a la paz de una ciudad despejada de curiosos, al frío soportable de este siglo sin inviernos.
Kiev es un territorio de avenidas anchas y de edificios bruñidos, un remanso de mujeres pálidas, un belén viviente en el que el signo de la cruz se traza del hígado al corazón. Su geografía mantiene aún los vestigios del Rus de Kiev, protoestado de los eslavos orientales que se extendía desde el Mar Báltico hasta el Mar Negro.
Estremece recorrer -cirio en mano- las cavidades del Monasterio de Labra, tributo subterráneo a los monjes del siglo XI cuyos túmulos jalonan cada recorrido. Coetánea es la imponente catedral de Santa Sofía, heredera de la influencia bizantina y como su hermana de Constatinopla consagrada al tótem del conocimiento.
Es Kiev un concierto de cúpulas acebolladas y campanarios de colores que repiten en su interior escenas de un tiempo remoto. La iglesia diáfana, los comercios en su vientre de ballena, los iconos de dedos finos y ojos abiertos alumbrando los rincones. La oración transcurre de pie, el aire sabe a incienso. Los popes se recogen o se interrumpen, entonan salmodias, y al cabo del rezo posan en los labios de cada feligrés el beso glacial de una cruz esculpida en plata.
San Miguel, San Vladimir, San Andrés, iglesias todas ellas magníficas. En las estribaciones de San Andrés se extiende la cuesta animada por los puestos que venden las cajas policramadas, los manteles de flores azules, los samovares. Y a unos metros la Puerta del Oro que recuerda la muralla antigua, el Mercado de Besharavska en el que desovan los esturiones, la Ópera y la Filarmónica donde al son del este de Europa las lágrimas se vuelven corcheas.
La estatua de la Madre Patria, en su colosal y rudimentario estilo, nos devuelve la memoria soviética de la ciudad. Y a sus pies encontramos un amasijo de guerreros en piedra y una ristra de aviones y tanques de la II Guerra Mundial. Es la Ucrania del siglo XX: la de las fronteras lábiles tras la caída del Imperio Austro-Hungaro y el incendio de la I Guerra Mundial, la de la hambruna desalmada de los años veinte, la de la alianza bélica con Polonia, la de la invasión nazi, la de Stajanov y los planes quinquenales, la del sarcófago de Chernóbil, la de la esperada independencia. A unos metros, emblema ya del siglo XXI, se alza la Plaza Maidán que durante la Revolución Naranja fue canto de libertad de un país tan notable en el índice de educación y tan lastrado en el de corrupción. De un país de paso carcomido por el empuje de dos vecinos enérgicos.
Nada más reconfortante, nada más sabio, nada más medicinal que un viaje. Y qué oportuno nutrir los poros abiertos de par en par con el placer añadido de un libro. Qué mejor que combinar mis pasos en Kiev con las “voces de Chernóbil” de Svetlana Alexievich, flamante Nobel de Literatura. En verdad Alexievich es bielorrusa pero las catástrofes no saben de fronteras y la acaecida en Chernóbil se extendió allí desde la contigua Ucrania.
Las páginas de “Voces de Chernóbil” están tupidas de testimonios que la autora titula “monólogos”: los niños que olvidaron jugar, las viudas y los huérfanos, los soldados y los irredentos, los sacerdotes y los que dejaron de creer: todos son testigos, todos son víctimas, de un viento que contamina. Y detrás de las voces percute la de Svetlana Alexievich, recién descubierta y ya inseparable, quien armoniza el conjunto y le otorga una extraña belleza.
Viajad, leed, mis queridos lectores, y que vuestra estrella os procure un año pletórico de amor y de conocimiento. Feliz Navidad a todos.
Fernando M. Vara de Rey