domingo, septiembre 22, 2024
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La piel en el asfalto

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Todos los años, al comienzo del estío, hago una salida en moto con algún colega que se apunte. Este año quedo con “Belcebú”, el dominicano más grande que he visto y posiblemente el único negro que conduce una Harley al sur del río Ebro. También se alista Luisito “el geyperman”, un boxeador de Vallecas retirado con una gotera importante en el cerebro; pero que posee un corazón tan enorme como el Bernabéu.

Partimos de madrugada y el calor aprieta a pesar de la hora. Yo, como me he aburguesado, conduzco una BMW y Geyperman una Yamaha virago. Belcebú monta su Harley, porque es un clásico de manual. Sin rumbo fijo-primera ley de la aventura en moto-, cogemos la carretera de Extremadura y después de tres horas de camino arribamos a Trujillo. En ese increíble pueblo medieval tomamos un aperitivo mientras explico a Belcebú que hay nació Pizarro, un conquistador de América con los cojones grandes y la toledana afilada como una cuchilla de afeitar. Después de escuchar mi plática atentamente, comenta que se la suda, que él no es un indio, sino un africano que baila bachata.

Como vamos marcando brazo-vestimos con chaleco de cuero, chinchetas y toda la parafernalia-, llamamos la atención de paisanos y turistas, que nos miran como si fuésemos sospechosos habituales. En el restaurante La Troya, nos ponemos hasta el culo de cordero y migas extremeñas, tanto que el camarero nos quiere cobrar el doble, pero desiste cuando observa la mirada amenazadora de Geyperman.

Continuamos por la carretera, con el sol y el aire fresco aliviándonos los caretos hasta que una tormenta veraniega nos pilla de marrón y tenemos que detenernos bajo un puente. Luisito, que es un aficionado a las películas yanquis, está acojonado afirmando que viene un tornado fuerza cinco “el dedo de dios” y que vamos a morir. Le tranquilizamos, y una vez calmado el cielo, proseguimos hasta Cáceres.

Como hemos tenido que parar un buen rato, hacemos nuestra aparición ya entrada la tarde. Buscamos un hotel, pero Belcebú nos convence para ir a una pensión de mala muerte. Se supone que somos tipos marginales y duros, no podemos dormir en una habitación con bañera y agua caliente. Por la noche, en los chiringuitos de la plaza mayor, nos bebemos un río de cerveza y Belcebú recoge varios números de teléfono de jovencitas deseosa de saber si el tamaño importa o no importa.

Vivimos mala época para la libertad individual, para el ansia de correr aventuras

Después de dormir-más bien caer desmayados-, nos levantamos con la fresca para seguir camino, internándonos en carreteras secundarias. Hacemos un alto en un pueblo-de cuyo nombre prefiero no acordarme-, donde se celebra una capea. En una plaza improvisada sueltan una vaquilla y los mozos del pueblo intentan darle unos capotazos. Algún revolcón, pero nada serio. Cuando termina, nos introducimos en un “bareto” a tomar algo, pero los naturales del pueblo nos miran mal. Al parecer nos toman por anti-taurinos que venimos a reventar las fiestas. La cosa empieza a ponerse mal cuando aparecen seis o siete gañanes, que con lenguaje soez y tabernario-y estacas de buena madera en las manos-, nos insultan y acometen. Salimos de najas y un poco sofocados hacemos parada en una gasolinera a unos kilómetros del pueblo.  Luisito, encabronado, propone comprar gasolina, volver al pueblo y quemar el garito, para después huir de los hombres del Sheriff que nos perseguirían ataviados con gorro vaquero, gafas de espejo y pajilleras del doce ¡Cuánto daño ha hecho Hollywood! Cuando le explico que eso es una locura y que en España no hay Sheriff, entra en depresión por lo que decidimos que lo mejor es volvernos para el foro. Hacemos el camino sin incidentes dignos de comentar y cuando nos despedimos, reímos un poco comentando las aventuras vividas en este viaje, sentados  en una cervecería de la Avenida de la Albufera, aunque Geyperman continúa insistiendo  en que debíamos haberle metido fuego a los gañanes  o en su defecto atracar alguna gasolinera como Bonnie and Clyde.

Como estoy agotado del viaje, me meto en el sobre e intento dormir. Pero no lo consigo. Pienso que vivimos mala época para la libertad individual, para el ansia de correr aventuras. Todo está tecnificado y controlado, apenas queda margen para el ser humano. Por unas horas he sido libre junto a mis colegas y eso renueva, como un soplo de aire fresco, mi vida. Es el último reducto de los irreductibles, la última esperanza de sentir el viento en la cara.

Cada segundo, cada minuto que paso encima de mi motocicleta me siento libre. Cada segundo, cada minuto que paso encima de mi motocicleta sé que todavía podré correr aventuras o en el peor de los casos dejarme la piel en asfalto.

José Romero

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