Como hace buen tiempo, salgo de casa al atardecer para darme una vuelta por el barrio de Lavapies, mon amour. Paso por la Plaza de Tirso de Molina, que el vulgo ha bautizado con el sobrenombre de Tirso de Orina. El olor a pis es asfixiante en algunos de los lugares destinados a sentarse el público, mientras una treintena de mendigos (casi todos extranjeros), beben litronas de cerveza a la espera de que una organización no gubernamental les traiga la cena.
Continúo por la muy noble calle Magdalena para girar a la derecha por Olivar Street. Allí entro en el Candelas, un pintoresco establecimiento donde modernos y modernas escuchan flamenco dándole al morapio y al gin tonic.
Pido a la camarera-de muy buen ver y muy simpática por cierto-, una caña y me siento en la barra para ejercer mi oficio favorito: contemplar al personal como si de un acuario se tratase: el pez tropical por un lado, el arco iris por otro…No pasan cinco minutos, cuando escucho mi nombre. Alguien me llama. Vuelvo la mirada a mis cinco y observo como un individuo me hace gestos con la mano.
-¿Pepe? ¿Pepe Romel?-pregunta sin importarle una mierda alzar la voz.
Al principio no lo reconozco-la fisonomía no es lo mío-, pero pasados unos segundos me viene a la memoria su jeta. Es Charly, el agobios, un buen amigo de la infancia. Le llamábamos así porque siempre estaba con miedo y medio deprimido. Ahora es calvo como un casco de moto y continúa siendo poquita cosa, más bien tipología de alfeñique. Me acercó y se levanta dándome un fuerte abrazo para acto seguido invitarme a su mesa.
-¿Qué es de tu vida macho?-inquiere con indisimulada alegría-Te perdí la pista hace años y no sé nada de ti.
-No me van mal las cosas-respondo con poca convicción-. Llevo un tiempo dedicándome a la escritura. He publicado novelas, escribo en algún periódico. Ya sabes, buscándome la vida.
-Siempre dije que eras un tío extraño-asevera-. Me alegro de que la vida te sonría. Yo, la verdad leo poco. Además acabó de salir hace poco del talego.
-¿Cómo?-preguntó sorprendido-¿Qué pasó?
-Es una larga historia. Como siempre estaba agobiado por todo, fui a terapia psicológica. El loquero me convenció de que debía aumentar la autoestima, así que me dedique a atracar bancos.
-¡No jodas!-comento sin creer lo que me está diciendo-Al final te detuvieron…
-Si claro. Hace cuatro años me trincaron los picoletos y ahora estoy en tercer grado. No creas que soy un malnacido. No mate ni herí a nadie y además solo atracaba cajas rurales.
Detiene un momento su boca para dar un trago del vaso de vino y continúa.
-Si macho. Solo atracaba cajas rurales porque odio a los paletos.
Estoy anonadado. Es lo mejor que he escuchado en años.
-No soporto a esos tíos de los pueblos. No soporto cuando dejan caer “estos de la capital”, con aire de suficiencia. No soporto que anden llorando todo el día que si la cosecha este año no es buena, que si va ser la ruina. No aguanto que vivan en casas más grandes que las nuestras, ni que se arreglen para ir a misa, ni que siempre estén comentando sobre la maravillosa tranquilidad rural. Odio cuando miran al cielo y dicen: “creo que esta tarde va a soplar el cierzo”, aunque no tengan ni puta idea de meteorología. Me disgusta verlos por Madrid preguntando por el kilómetro cero. Es de seres odiosos que pasen de internet, que no vayan al gimnasio porque se la suda tener tripa y sobre todo que no les importe comerse un trozo de buen chorizo sin inmutarse por las calorías. Aborrezco sus aburridas y penosas vidas. Van en contra de la civilización occidental.
La verdad es que el agobios está muy resentido con la gente de pueblo. Aunque intenta convencerme con sus argumentos, me resulta incomprensible que alguien pueda odiar a otro ser humano solo porque no hace ejercicio o come chorizo sin preocuparse. Así que intento indagar un poco más en su atormentado espíritu.
-¿Solo por esas tonterías odias a los pueblerinos? Tío, tú no estás bien de la azotea.
Bebe el vaso de vino sin saborearlo siquiera y levanta la cabeza para clavar la mirada en mí.
-Tienes razón-dice-, esas cosas tan solo son gotitas de agua en el mar ¿de verdad quieres saber por qué mi inquina es tan grande?
Asiento con un gesto de la cabeza.
-¡Coño Romel! ¡Ellos no necesitan ir al puto psicólogo, son felices, joder!
Ya es de noche cuando nos despedimos. Por el camino, entre sombras furtivas de gente vendiendo marihuana y unos banglas ofreciendo asiento para un restaurante exótico, no dejo de pensar en mi amigo Charly el agobios, el ladrón que odiaba a los paletos. Y lo peor es que me doy perfectamente cuenta de que tiene razón.
José Romero