Seguramente recordarán aquella fórmula que nos inculcaban en la escuela para estudiar los pronombres personales y así, del tirón, memorizarlos y aprender a usarlos. Si marcaría la fórmula que hasta Joaquín Sabina la convirtió en título de un disco, su memorable Yo, mí, me, contigo, si bien con aquella variación tan plena de significado hacia la segunda persona, el otro, el que escucha, el que comparte.
En la política post 20-D, sin embargo, todo parece indicar que nuestros líderes no acaban de levantar la mirada de su propio ombligo.
Ahí tenemos a Mariano Rajoy. Impasible ante el varapalo histórico cosechado en las urnas, sordo ante el grito de rechazo lanzado por la ciudadanía contra sus políticas, se ha dedicado en las últimas semanas a cultivar el narcisismo más estéril, reclamando para sí la única legitimidad para formar gobierno, como si los españoles no le hubieran hecho perder 63 escaños y casi cuatro millones de votos y le hubieran mostrado la puerta de salida al hacerle imposible sumar una mayoría de apoyos a su candidatura.
En la política post 20-D, sin embargo, todo parece indicar que nuestros líderes no acaban de levantar la mirada de su propio ombligo
Inasequible al desaliento, el presidente en funciones ha vuelto a concentrar todo el esfuerzo dialéctico propio y de su partido en un discurso no menos falso por más veces repetido: debe gobernar la lista más votada y punto. Como si no quisiera darse por aludido de que lo que rige en España es una democracia parlamentaria en que gobierna quien más apoyos suma, no un régimen presidencialista en que gobierna quien queda en primer lugar. Y de apoyos es precisamente de lo que anda escaso Rajoy. Tanto de apoyos propios -123 de 350 escaños- como de apoyos ajenos, pues se los enajenó él mismo con su política de ejercicio absolutista del poder la pasada legislatura.
Ahora reclama a las demás fuerzas políticas una pretendida responsabilidad que él no tuvo ni en el ejercicio de la posición ni en el ejercicio del gobierno. Y todo por negarse a admitir que él no es la solución sino el problema. Como Artur Mas, todo por salvarse a sí mismo. Como si hubiera algo que mereciera ser salvado de sus años al frente del PP y del Gobierno de España.
O ahí tenemos a Pablo Iglesias. Embargado por la altura a la que vuelan sus ansias -y más que probablemente su ego-, en este tiempo postelectoral ha dedicado todos sus esfuerzos a trazar líneas rojas que imposibilitan el cambio político que tanto ha pregonado y que no era sino el señuelo con que encubrir el único cambio que ambicionaba: el de sustituir al PSOE como gran fuerza política española.
En este tiempo, se ha dedicado a aleccionar al PSOE sobre lo que debe y no debe hacer y a erigirse en la única voz que entiende al pueblo español, ese al que tan fácilmente le ha negado su propia soberanía, la que consagra la Constitución, al exigir un referéndum que atenta contra la igualdad y el derecho de todos los españoles a decidir colectivamente su futuro.
Nada como revisar su primera intervención la noche electoral -en la que habló de reforma electoral o constitucional pero no de empleo-, o la prioridad puesta en el referéndum de Cataluña –y no en las urgencias sociales que atraviesa el país– para ver hasta qué punto el nuevo partido es rehén de sus ambiciones partidistas cortoplacistas y de sus alianzas con fuerzas nacionalistas en Cataluña, Comunidad Valenciana o Galicia. Nadie duda de la pluralidad de España: de lo que hay dudas es de la unidad de Podemos y de a quién responderán los 27 diputados elegidos bajo el paraguas de las alianzas territoriales que se arroga para sí pero que no están bajo su autoridad o disciplina.
¿Y el PSOE? Como ya dije en su día, si el haberse mantenido como segunda fuerza política de España no puede ocultar la continuada pérdida de apoyo social que arrastra, el análisis y gestión realizados de los resultados electorales no parece ayudar precisamente a que se ponga freno a esta, especialmente cuando desde el día después de las elecciones todo lo que se traslada hacia fuera son disputas sobre procesos orgánicos que la ciudadanía ni entiende ni comparte.
Es decir, que dos semanas después la formación de gobierno lejos de aclararse, se ha enturbiado aún más si cabe, todo lo cual va quemando etapas hacia la celebración de nuevas elecciones.
José Blanco