sábado, septiembre 28, 2024
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Sangre de faraones

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Permítanme que ahora que está tan en boga el asunto de la integración de los inmigrantes en España, les cuente una historia verídica.

Era una época en la que en nuestro país resultaba complicado ver a un inmigrante por la calle. Sin embargo, en un colegio católico de Madrid, estudiaba un niño enjuto, con menos carne que una mosca, cara de árabe y apellido impronunciable.

Su padre -egipcio de origen y nacimiento-, había comenzado un periplo que le había llevado por Irak y concluido en Holanda, donde conoció a una hermosa muchacha española. Fue un flechazo entre dos culturas que finalizó en boda.

Una vez recalada la pareja en España, fruto de su amor nació el niño del que comentaba en el segundo párrafo. Hizo la catequesis, pero no la comunión. Sus padres -musulmán y cristiana-, decidieron que escogiese la fe cuando fuese mayor, ya que en su hogar convivían las dos religiones sin ningún atisbo de problemas, con la normalidad propia del amor entre las personas.

El niño jamás sintió que le apartaran los demás compañeros: ni un mal gesto, ni una alusión al tono moreno de su piel o a sus rasgos orientales. Bien es verdad que nunca escuchó de los labios de sus padres la palabra “racismo”, a pesar de que la escuela resultaba imposible que, al pasar lista, dijeran su apellido de forma correcta.

El niño fue creciendo y comenzó a sentirse atraído por la vida de honor, honra y valor de la milicia. Por supuesto, a ello contribuyeron las tardes de lectura con libracos sobre las hazañas de los Tercios españoles.

Así fue que, a los diecinueve años, concluido el bachillerato, besó la bandera española con la boina negra de paracaidista calada sobre su cabeza. Los mandos y compañeros de armas le trataron como uno de ellos, nunca lo discriminaron y jamás peló más patatas que otros o hizo más guardias por su condición de hijo de musulmán. Allí estaban muy presentes las palabras de Calderón sobre los Tercios: “Porque aquí a la sangre excede, el lugar que uno se hace, y sin mirar cómo nace, se mira como procede”.

Varios meses después fue destinado en misión al extranjero, concretamente a un país árabe. Le chocó, pero a la vez le llenó de orgullo, que cuando patrullaba por aquellos míseros y peligrosos pueblecitos, los lugareños leían su apellido escrito en el uniforme, gritándole “¡Egipto, Egipto!”. Tan orgulloso como de llevar la bandera de España prendida en el brazo.

Tras licenciarse, opositó para Policía Municipal en Madrid. Cambió un uniforme por el otro y desde entonces sirve a los ciudadanos vestido de azul, como antes lo hizo vestido de verde.

Una tarde me dijo: “Es imposible tener mejores padres de los que he tenido, ni venir a nacer en un mejor país que en el que he nacido”.

Se llama Alejandro y no sé escribir su apellido, pero sí estoy orgulloso de ser su amigo.

Porque cuando por las venas corre la sangre de los faraones, nadie es capaz de sentirse tan orgulloso de ser español y egipcio.

¡Que aprendan muchos de esta historia! Valoremos no la cuna, sino los hechos.

Gracias por servir a mi lado, hermano.

José Romero

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