Eran, claro, otros tiempos, y pido perdón por retrotraerme a ellos. Entonces, Josep Antoni Duran i Lleida era el jefe del partido coaligado con Convergencia Democrática de Catalunya, es decir, Unió, una coalición que funcionaba perfectamente bajo el mando de Jordi Pujol, de quien entonces apenas se sospechaba otra cosa que el abuso en los encargos oficiales a la floristería que regentaba su mujer, Marta Ferrusola: hasta el césped del Camp Nou colocó la empresa de la primera dama catalana. Nada menos que veintitrés años iba a estar el entonces molt honorable al frente de la Generalitat. Entonces, Artur Mas era un don nadie, que, por supuesto, pensaba, y así me lo trasladó en una ocasión, que ser independentista 'a estas alturas, es retrógrado'. Cataluña era un cierto problema, pero, al final, los nacionalistas de CiU siempre acababan, naturalmente a cambio de un precio y de ciertos silencios, cooperando a lo que se llamaba 'la gobernabilidad del Estado'.
Artur Mas era un don nadie, que, por supuesto, pensaba, y así me lo trasladó en una ocasión, que ser independentista 'a estas alturas, es retrógrado'
Fue por la época en la que José María Aznar llegó al poder. Pero, para llegar, tuvo primero que pactar con los nacionalistas de CiU y con el PNV de Xabier Arzalluz, que luego también se echaría al monte. Entonces, un pacto con los nacionalistas era perfectamente posible, y Aznar hasta ofreció a Convergencia i Unió tener ministros -e incluso un vicepresidente- en el Gobierno central. Todos pensaron entonces en Duran como posible titular de Exteriores: él mismo lo pensó. Pero Pujol no dio el permiso y aquel paso, que acaso podría haber cambiado la Historia de España, se quedó en nada.
Pasaba todo eso cuando, en una cena informal, le dije a Duran que yo le veía como presidente del Gobierno nacional. Algún día, quién sabía cuándo. Su libro 'Entre una España y la Otra', donde se decantaba por una tercera vía que englobase al nacionalismo en el Ejecutivo español, me pareció un avance en el pensamiento y en la praxis política del país. A otros, en Cataluña, les pareció una traición. En Madrid, lo juzgaron muchos como el reflejo de una ambición desmedida de poder, y también, por tanto, como una traición. Así empezó la lenta desdicha de Josep Antoni Duran i Lleida, el hombre que mejor construía sus intervenciones en el Congreso de los Diputados, pero a quien muchos parlamentarios desertaban cuando comenzaba a hablar. Cuando, por difíciles vericuetos, llegó Artur Mas a la presidencia de la Generalitat, y se convirtió a un independentismo que ya he dicho que antes no sentía, Duran se distanció irremediablemente de aquel que ya le parecía políticamente un zafio. Así se rompió la coalición, así comenzó la andadura en solitario de Unió y de un Duran a quien los suyos no comprendían, pero que tampoco en el resto de España suscitaba confianza. Era el último representante de la moderación frente a dos odios cainitas nacientes: estaba destinado a estrellarse en la tierra de nadie, que debería haber sido la de todos.
Y se ha estrellado. Ya nunca más veremos su rostro en el escaño que parecía fabricado para él. Ni oiremos su voz tratando de poner orden en los debates sobre el estado de la nación. Personalmente, le echaré mucho de menos entre tantas figuras nuevas que se incorporan ahora a los trabajos parlamentarios de la Legislatura más incierta que hemos vivido los españoles. Ha sido, es, un gran político. Quizá le puedan aprovechar aún para muchas cosas, quizá aún se valoren sus consejos, pero lo malo es que su 'entre una España y la otra' se ha quedado sepultado en la zanja de en medio, donde tantos cadáveres que llamaban al buen sentido, al entendimiento, han quedado sepultados. Para mí, lo confieso, la dimisión de Duran al frente de su partido, tras dos sucesivos fracasos electorales, es, si se quiere, lógica, pero sin duda una pésima noticia para la errática marcha de la política catalana y, por ende, española. Nos hemos quedado un poco más huérfanos de sentido común que hace una semana.
Fernando Jáuregui