Uno, en cierta manera, en broma. Otro, muy en serio. El primero es el recorrido que va del Congreso de los Diputados al Palacio de la Zarzuela. Te descuidas y alguien, por sorpresa, te nombra a un vicepresidente y a varios ministros de un Gobierno que no existe y que tú deberías designar. Te das otra vez la vuelta y el candidato que tú quieres que sea destrozado en la investidura, te deja el campo libre. Para que, si es posible, te la pegues tú.
En los pasillos del Congreso, en las sedes de los partidos y en el camino a la Zarzuela hay más peligro que en Venezuela, Honduras o El Salvador. No sólo porque hay francotiradores incontrolados, sino porque a veces te disparan desde tus propias filas. Creo que fue Pío Cabanillas, en otro momento de máxima tensión, el que dijo que «yo ya no sé quiénes son los míos». Él sabía mejor que nadie que el peor enemigo no es el exterior, sino el interior. Vienen días complicados y peligrosos en ese objetivo de formar gobierno o morir. Al menos para Pedro Sánchez y Mariano Rajoy. Si hay nuevas elecciones, previsiblemente ninguno de los dos estará al frente de sus partidos. Y tal vez, aunque no haya elecciones, tampoco.
En serio, mucho más en serio, el lugar más peligrosos del mundo está en Europa, En el Mediterráneo. Lo decían ayer en el emotivo homenaje, van 39, a los vilmente asesinados abogados de Atocha y en el acto de entrega de los Premios que llevan su nombre, en esta ocasión, y de forma absolutamente merecida a ACNUR y a Médicos sin Fronteras. Estas dos ONG premiadas representan a todas.
En las fronteras de Europa, ese Mediterráneo que debería unir dos continentes, es ya un inmenso cementerio de cadáveres. Niños, mujeres, hombres que huían de una guerra, que eran perseguidos y que no llegaron a ninguna parte. Sin ONG como ACNUR o Médicos sin Fronteras, las cifras se multiplicarían por diez o por cien.
En 2014 llegaron a Europa 250.000 personas. En 2015 más de un millón. Nueve de cada diez refugiados proceden de países en guerra. Son tragedias que comienzan en países en conflicto, pero que siguen en nuestras fronteras o en nuestros propios países, porque no les acogemos. Decían los premiados que no es un problema de solidaridad, sino de legalidad. Todos los países europeos, España entre ellos, han firmado la Declaración Universal de los Derechos Humanos, la convención de Ginebra y otros tratados que obligan a proteger a los que huyen.
Pero en lugar de hacerlo, Europa se blinda, levanta muros o da dinero a terceros países para que contengan la avalancha. Si no acabamos con esas guerras, si no conseguimos que puedan volver a sus casas, con los suyos, y si les cerramos las rutas legales, vendrán por las más inseguras, por las más peligrosas, acabarán en manos de las mafias. O, como ya ha sucedido, los Estados europeos les confiscarán su dinero «a cuenta» de los servicios que les van a dar. Una enorme, inmensa vergüenza, la constatación del fracaso de toda Europa. ACNUR, Médicos sin Fronteras y algunos más, como dijo Alejandro Ruiz-Huerta, el último superviviente de la matanza de Atocha, representan la dignidad de los que están en la herida más profunda del mundo.
Francisco Muro de Iscar