Cada final de cada año, publicaciones de todas las tiradas y formatos rematan su balance de decepciones y de hallazgos. Volvemos a toparnos con los rostros que nos pasmaron, con los sucesos que nos abrumaron, con los escenarios que por un instante dieron cobijo a lo trágico o a lo eminente.
El arte, las letras, no escapan al rigor de tan vaporoso catálogo: libros, películas, exposiciones, se someten al donoso escrutinio de los críticos en el rito anual de las clasificaciones. Yo las consulto, a menudo me fío de su escala, incluso las aguardo en pos del rastro de alguna obra desapercibida. Así, con mucho entusiasmo me hice semanas atrás con la novela mejor valorada del curso por los pongamos doce hombres sin piedad de los medios más ilustres.
O con piedad, pero yo no la tuve. Inicié la lectura y en no muchos tragos la concluí, con un rastro de acíbar en el suelo del paladar. La encontré netamente parecida a otras tantas de nuestra narrativa más en boga: personajes sórdidos, conductas excesivas, nihilismo a ráfagas y una prolija contemplación de comportamientos sexuales. La mujer que no renuncia a explorar su bajo vientre, el joven que sufrió abusos de sus propios tutores: chirridos que en verdad poco aportan a la forja de sus protagonistas o al desenlace de la trama. Y ya conocen el principio dramático enunciado por el gran Chejov: «Uno nunca debe poner un rifle cargado en el escenario si no se va a usar. Está mal hacer promesas que no piensas cumplir»
Tampoco la vis erótica de los personajes se agranda en el fango de la descripción. Poco sabemos de las prácticas lascivas de Ana Ozores o de Emma Bovary pero su sensualidad ha atravesado dos siglos: la sugerencia y la contención tienden a ser cañonazos de voluptuosidad. Naturalmente la literatura se adapta –cuando no se anticipa- a su tiempo, pero la minuciosidad descriptiva no siempre aviva la calidad del relato. Salvo que seas Céline, naturalmente. O Henry Miller. O Philipe Roth.
Nooteboom te escribe al oído y te escoge como compañero de viaje
Busqué entonces el refugio de una literatura más apacible, y me decidí por la obra de Cees Nooteboom. No recuerdo haber leído a ningún otros escritor holandés, no sé si porque sus artistas son más diestros con el pincel que con la pluma o porque no está de moda traducir de una lengua tan anaranjada.
Sea como sea qué feliz hallazgo encontrar un escritor de semejante talla. Nooteboom te escribe al oído y te escoge como compañero de viaje, te conduce a las esquinas del planeta pero en particular –Kaspuscinsky ha vuelto- es capaz de transmitirte el hechizo “caliente y lento y tranquilo” del continente africano. A su vera recorres las estaciones de “Hotel Nómada”, libro de viajes que cobija en su entraña la quintaesencia del viajero. Asoma en él su doble condición de ausente y presente: ausente en la perspectiva de los otros y presente en la cualidad de habitar en uno mismo no importa en qué latitud. Y brota la certeza de que en el viaje uno se adentra en un reino gobernado por los demás: “ellos poseen la pensión en la que deseas alojarte, ellos deciden si tienes plaza en el avión, ellos hablan lenguas que tu no entiendes….”.
Viajar es en palabras de Nooteboom “ver cosas que no alcanzas a comprender, signos que no sabes interpretar, una lengua que no entiendes, una religión cuya esencia ignoras, un paisaje que te rechaza, vidas que serías incapaz de compartir”. El resorte, el arcano que nos dirige se esculpe en “si lo que quieres es integrarte en un nuevo mundo, hay mucho que debes dejar en casa. Tus máscaras ya no sirven.”
Ufano ante tanta sabiduría me uno a Nooteboom en un itinerario más tétrico y más solemne. “Tumbas de poetas y pensadores” se compone de impresiones, citas, referencias históricas, pronunciadas ante las tumbas de los grandes de la literatura. “Los poetas siguen hablando, a veces se repiten, ocurre cada vez que alguien lee o recita un poema por segunda o centésima vez”. Baudelaire, Benjamin, Ionesco, Neruda, Virginia Woolf, Nabokov, son algunos de los habitantes de las casas deshabitadas a los que el autor implora en el nombre de los vivos. Todos ellos respiran por los poros de tinta de un escritor espléndido.
Fernando M. Vara de Rey