Nunca olvidaré el día que mi padre bajó del desván de nuestra casa de Navalsauz, un pueblecito de la Sierra de Gredos, un «baúl azul», del que tanto había oído hablar y que solo había visto en contadas ocasiones por expreso deseo de mi abuela Francisca Sánchez, en el que yo imaginaba que se escondía un gran tesoro. Nada que ver con lo que descubriría poco después de que lo depositara en el centro de la cocina, en medio de una gran expectación y silencio.
El recuerdo que tengo de aquella escena es tan nítido que parece que fue ayer cuando Carmen Conde, la gran escritora y primera mujer Académica de la Lengua, lo abrió, dejando al descubierto cientos, miles de papeles, de fotografías, que nada me decían pero que debían ser importantes por la emoción de mi abuela, de mis padres (mi madre fue fruto de un segundo matrimonio de Francisca), de Carmen y su marido el poeta Antonio Oliver Belmas, que tanto influirían en mi vida de adolescente. Y quienes con extrema delicadeza fueron sacando los papeles que había en el interior de aquel baúl que aún conservamos. Todo ello mientras mi abuela lloraba sin poder contener las lágrimas y mi madre trataba de calmarla con frases como: «Lala tranquilízate, que de aquí nadie se va a llevar nada mientras tú no quieras». A lo que Carmen Conde respondía «por supuesto, con estos documentos se hará lo que usted quiera, Francisca, y nada más».
Apartados del grupo, mi padre y yo observábamos la escena como hipnotizados, sin saber muy qué hacer ni qué decir. Al tiempo que escuchábamos con gran atención frases sueltas que yo no relacionaba con mi familia: «Príncipe de las letras» «Rubén Darío», «El gran amor de mi vida»…
No puedo precisar con exactitud cuanto duró aquel rescate de la que había sido una parte importante de la historia de amor de Rubén Darío y Francisca Sánchez, «La Princesa Paca» como se la conocía en París o en Madrid con la que el poeta nicaragüense tuvo cuatro hijos, de los cuales solo uno, Rubén Darío Sánchez, sobrevivió.
Fue unos días después cuando me atreví a preguntarle quién era aquel Rubén Darío del que tanto hablaba últimamente y del que yo desconocía todo. Su respuesta me dejó más intrigada de lo que ya estaba:
.- Un Príncipe, un poeta, un gran hombre, del que un día me enamoré locamente y con el que tuve cuatro hijos.
.- ¿Dónde están ese hombre y tus hijos?
.- Todos han muerto, cariño mío. Pero no te preocupes que cuando seas más mayor te contaré la historia más bonita que jamás hayas oído nunca.
.- ¿Y por qué no me la cuentas ahora?
.- Porque todavía eres muy pequeña para comprender todo lo que tengo que decirte.
.- Tengo nueve años, Lala, ya he hecho la Primera Comunión.
.- Pero no eres lo suficiente madura para comprender la historia de mi vida, que me gustaría que algún día escribieras y la dieras a conocer.
P.- ¿Qué te enamoró de aquel hombre?
R.- Lo bonito que hablaba, empleando palabras que yo desconocía pero que sonaban a música celestial en mis oídos.
Este sábado se conmemora el Centenario de Darío. La Casa de América iluminará toda su fachada durante el fin de semana en azul, en recuerdo de su primer libro
Después de aquella conversación los acontecimientos se precipitaron. En un abrir y cerrar de ojos nuestra vida dio un giro de 180 grados: El baúl se vació y todo su contenido se envió a Madrid. Mi abuela lo había donado al Gobierno español porque temía que a su muerte se perdiera parte de su contenido. Toda esa documentación permanece a buen recaudo en el Archivo Rubén Darío, situado en la Biblioteca de la Universidad Complutense de Madrid, donde años después yo tuve la inmensa suerte de trabajar, de catalogar todos y cada uno de esos más de seis mil documentos que contiene y en el que se pueden encontrar cartas de Azorín, de Juan Ramón Jiménez, Unamuno, Valle Inclán, los hermanos Machado, Gabriela Mistral, Emilia Pardo Bazán, y tantos escritores con los que Darío tuvo una intensa relación, tanto en Madrid, como en París, Palma de Mallorca, Málaga, Asturias o Barcelona, de donde partió para morir el 6 de febrero de 1916, en su Nicaragua natal no sin antes escribir y testar en favor de su inseparable Francisca y de su hijo que moriría treinta años después en Méjico, dejando mujer y tres hijos en Managua.
Muerto Darío, la vida de Francisca siguió su curso, pasando grandes dificultades económicas, como la mayoría de las mujeres de su época, hasta que encontró a un hombre, José Villacastín, que dedicó parte de su vida a recopilar la obra de Darío. Un gesto de amor, que marcó nuestra vida.
Este sábado se conmemora el Centenario de Darío. En Madrid, la Embajada de Nicaragua ha organizado un acto en la plaza que lleva su nombre y la Casa de América iluminará toda su fachada durante el fin de semana en azul, en recuerdo del primer libro de Rubén Darío, además de colgar una gran lona en la que se podrán leer algunos de sus versos. La Academia de la Lengua también esta preparando actos literarios, así como el Archivo Rubén Darío. Y no digamos en Buenos Aires y en su propio país, donde el 20 iremos a presentar «La Princesa Paca», la historia que Francisca me encomendó publicar y que con tanto cariño hemos escrito Manuel Francisco Reina y yo. Una novela basada en mis propios recuerdos y en esos documentos que un día descubrí y que se convirtieron en el catecismo de mi vida.
Rosa Villacastín