jueves, noviembre 28, 2024
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Correo e internet son un derecho, no una concesión

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La Sierra de Segura, en Jaén, es un lugar ideal para retirarse del tumulto, leer, pasear, escribir y plantar árboles. Las sequías la han perdonado un poco y el verdor sigue prevaleciendo. Hay paisajes que Unamuno, Sénancour (Obermann) o John Fowles (El árbol) hubieran amado.

Pero desde esta Arcadia de la Sierra de Segura no puedo enviar digitalmente la columna a Estrella Digital ni recibir periódicos en línea, ni imágenes, ni hacer una operación bancaria, porque no hay capacidad en las líneas, cuando las hay. No se puede votar, ni estar informado, ni tener correspondecia comercial. Incluso las cooperativas de aceite de oliva, motores de la economía andaluza, no disponen de un buen servicio de internet fiable y de fibra óptica.

No hay brecha digital en el campo español, lo que hay es un auténtico abismo. Las conexiones de internet se rigen por el único principio del lucro para las empresas de telefonía. No se considera un derecho ni un servicio público, como la electricidad, el agua o el gas; la red depende exclusivamente de su rentabilidad empresarial. Por eso existe y perdura este abismo entre las ciudades y el campo. Aquí debería intervenir el Estado, para proteger esos derechos que no parecen serles rentables a las operadoras.

No hay brecha digital en el campo español, lo que hay es un auténtico abismo

A pesar de la proliferación de antenas, repetidores y demás artilugios en las cimas de todos los montes -con el consiguiente destrozo del paisaje en obras, escombros, árboles talados-, en el campo no tenemos derecho a internet de banda ancha o lo tenemos en menos de un 34% (que es el promedio en las economías emergentes). La fibra óptica solamente cubre el 5% de las zonas rurales, lo que significa dejar al 30% de la población de esas zonas con un internet, cuando llega, de muy baja calidad. Disponemos de menos de la mitad de banda ancha que Francia y menos que Portugal, por ejemplo.

Y el correo postal es otro problema. Soy asiduo cliente de Correos pues aún se me ocurre mandar cartas, debilidad antigua y obsoleta, dirán. Por eso me ha alegrado recibir una felicitación de Navidad el 1 de febrero, enviada el 4 de diciembre. Sólo ha tardado 58 días, casi dos meses, desde Argüelles hasta el barrio de Salamanca. La única explicación a tanta magnanimidad -porque al fin y al cabo me ha llegado y no se ha perdido- es que en vez de poner el código postal 28006, el expedidor puso 28001. Que en Correos tarden dos meses en averiguar dónde está una calle mal codificada es genial, casi jurásico. Un mandadero de aquellos de los Reyes Católicos la hubiera llevado antes. Pero si nos vamos al campo, lo mejor es no dar nuestra dirección ni mandar nada desde el pueblo, pues el retraso puede ser secular.

Hoy una carta entre Lisboa y Madrid suele tardar al menos cinco días aunque haya decenas de vuelos diarios. Así es desde que viví en Lisboa por primera vez, en 1989. Pero como los todopoderosos e infalibles dueños de nuestros destinos no escriben cartas -y menos a Portugal, que casi no saben dónde está-, pues no les importa.

El correo postal y la red digital son un signo relevante del desarrollo de un país, como lo fueran el telégrafo y el ferrocarril a mediados del siglo XIX. Desde el cursus publicus de Roma hasta los Masters of the Post de Enrique VIII, pasando por los mandaderos de los Reyes Católicos, la regularidad, velocidad y seguridad del correo fueron esenciales para los reinos, imperios y Estados. Hoy, Internet y Correos son además un derecho político, cultural y económico.

Jaime-Axel Ruiz Baudrihaye

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