Existen ciertas obras, aunque escasas, que ya sea por su simple fama o por su merecida excelencia, eclipsan a otras igualmente meritorias. Tal es el caso, por ejemplo, del delicadísimo Stabat Mater de Boccherini, hoy prácticamente olvidado frente a la merecida fama que, sin embargo, no debería ser ni mucho menos excluyente, del compuesto por Draghi, más conocido como Pergolesi, quien quizás no tenga nada que ver con ese otro que hoy lleva tan ilustre apellido.
Otro tanto ocurre con los libros de caballerías que, frente a la inmensidad de la justificada fama del Quijote, nadie se toma hoy en día siquiera la molestia de curiosear. Es una auténtica lástima que esa falta de interés sea completa, ya que varias de esas novelas no sólo aportaron nuevas vías de expresión a la narrativa europea sino que, sobre todo, fueron las que despertaron el gusto de los lectores hacia la ficción tal y como hoy la conocemos.
Dentro de este género, son al menos tres las novelas que alguna vez uno debería hojear, aunque sea por encima: Tirante el Blanco, del valenciano Martorell, Amadís de Gaula, de autor desconocido y Palmerín de Inglaterra, la más tardía, del erudito portugués Francisco de Moraes, cuyos descendientes, por cierto, producen un simpático vinillo blanco de lo más agradable, al que han bautizado con el nombre de tan valeroso caballero.
No se olvide que el renacimiento ibérico no hubiera sido el mismo sin estos libros. Por ejemplo, aquel enfrentamiento épico entre el emperador Carlos V y el rey de Francia Francisco I, no habría tenido aquellos tintes, más propios de singular combate que de lucha por la supremacía política europea, sin la repetida lectura de las aventuras de Amadís. De la misma manera, la andariega vida de la propia Santa Teresa, admiradora confesa de tan sabrosas páginas, no habría sido la misma sin haberlas leído una y otra vez.
Otra inocente víctima, que además se ve constantemente denostada, es el Quijote de Avellaneda, cuyo interés, no sólo histórico sino también literario, queda siempre en entredicho por ese pecado, en opinión de muchos imperdonable, que es su propia concepción. Nada importa que la narración de las aventuras de este Quijote alcance una calidad más que evidente. El inadmisible hecho de que un autor desconocido, oculto tras un confuso pseudónimo, osara continuar por su cuenta y riesgo las aventuras del personaje cervantino, para muchos conlleva la más inexorable y terrible pena que puede dictarse contra un libro: privarle para siempre de sus lectores.
Ignacio Vázquez Moliní