Mítica y sugestiva es la explicación del amor que Aristófanes compone en “El Banquete” de Platón. En su razonamiento los sexos no eran antiguamente dos sino tres, el tercero de los cuáles era de naturaleza andrógina: seres redondos, con cuatro brazos, cuatro piernas, dos rostros, dos órganos sexuales uncidos por el vientre. Tan poderosos que los propios dioses percibieron su amenaza y sentenciaron quebrarlos en dos cuerpos. El amor no sería sino el empeño febril de cada cual por buscar y fundirse con su mitad primigenia: el hombre y la mujer aspirarían a encontrar a su contrario, en tanto que el andrógino iría en pos de su igual.
Todas las formas del amor -sentencia Aristófanes- son verdaderas, si bien el amor de un hombre a una mujer es inferior y el de un hombre hacia otro hombre superior y verdadero.
Como apurando la última copa -“eche, amigo, no más; écheme y llene”- del platónico banquete emergen en nuestro panorama cultural dos obras inspiradas en el amor homosexual que describen las vicisitudes de la búsqueda, el fragor del encuentro, el sobresalto de la pérdida. La sensualidad y el apego, en definitiva, aunque sazonados con la asunción de una identidad diversa y con la burla al dictado de las convenciones. Se trata de dos obras que son entre ellas contrapunto en soporte y lenguaje artístico, en el rigor del siglo que las cobija, en la naturaleza física y mental de sus personajes.
“Carol”, inspirado en la novela homónima de Patricia Highsmith, es acaso el largometraje más leve y más hermoso del último año. En él se relata la atracción entre dos mujeres que además de su propia inclinación sexual aceptan la diferencia de edad y de extracción social entre ambas. Su mundo es una América “hopperiana” de maletas no se sabe si recién hechas o sin deshacer y camas de hotel impolutas, el vivo retrato de un país que en los años 50 basculaba entre el jadeo puritano de sus cimientos y el impulso tortuoso de la innovación.
Therese y Carol – formidables Rooney Mara y Cate Blanchett- retardan el primer beso hasta creerse a salvo de la sociedad. Hasta entonces beben sin pausa, conversan hasta aliviar la penitencia de otros lazos, se miran incansable e irremediablemente. “Carol” se descompone en una colección apenas estática de imágenes, en una promesa casi incumplida de lo inminente. La puesta en escena de Todd Haynes resulta a veces excesivamente barroca –espejos, fotografías, gotas de agua- pero es capaz de tejer con delicadeza una historia enmarañada. Ni siquiera el movimiento en forma de un largo viaje en carretera aviva el tempo pausado de una película de instantes.
“Paris-Austerlitz” es el título de la novela póstuma de Rafael Chirbes. En ella abandona la madeja narrativa y el tono de denuncia de las previas –y magistrales- “Crematorio” y “En la orilla”, y regresa a la atmósfera boscosa de la lejana “Mimoun”. Al igual que “Carol” el eje es una relación homosexual -entre hombres, en este caso- narrada en el plano interrumpido que va del presente al pasado y regresa al presente que en esta ocasión coincide con el siglo en curso. Pero a diferencia de la obra de Haynes, la novela de Chirbes opta por la contundencia en las palabras y en las imágenes: “en el amar sobran los adverbios”, dice el joven pintor madrileño que nos confía su idilio con un obrero normando varios años mayor. “Bebíamos para desearnos más y nos deseábamos más porque bebíamos” es la divisa de un encuentro a dentelladas que atraviesa los estadios de la enfermedad y de la salud.
Frente a la perenne edad adulta de Therese y Carol, Chirbes nos desvela las llagas que ulceran la infancia de sus protagonistas
Sin embargo y pese al alboroto de los cuadros que componen la narración, “Paris-Austerlitz” se sumerge en sus personajes con más profundidad que “Carol”. Frente a la perenne edad adulta de Therese y Carol, Chirbes nos desvela las llagas que ulceran la infancia de sus protagonistas. La madre posesiva del pintor, el padre suicida y el padrastro severo de su amante. Dos infancias que se anudan en una pasión carnal, primitiva, tierna: “Describí en las páginas del cuaderno las vías del tren como un río que nos unía: son nuestro río, van siempre de ti a mí, sólidas bandas de acero de estación a estación: Madrid/ Chamartín, Paris/Austerlitz”
Fernando M. Vara de Rey