Me encuentro cenando con unos amigos en Casa Patas, un lugar pintoresco con cocina digna y buen espectáculo de flamenco a posteriori. Pocos sitios hay en Madrid con tanta calidad en lo culinario como en lo artístico, así que procuro ir de vez en cuando.
Mis compañeros de mesa son gente del arte-que son buenos amigos de un buen jamón-, literatos y algún que otro político que se junta con nosotros para aleccionarnos sobre las posibles soluciones sobre el supuesto mal que corrompe España: la incultura.
Efectivamente, en la conversación -muy animada por cierto-, cada uno da su opinión, más o menos enriquecedora. Don Luis, escritor de ensayos sobre antropología, comenta que el problema nos viene de lejos, de cuando el pueblo se lanzó en armas contra el invasor francés que por ende traía la ilustración. Romualdo, ingeniero aeronáutico que trabaja para la NASA, está de acuerdo, pero afirma que hemos tenido tiempo desde entonces para un gran pacto sobre la educación. Por otro lado, Arturito, gitano y cantaor de flamenco puro, hombre ilustrado a base de lecturas y tertulias, intenta concienciarnos sobre la necesidad del sistema-con mayúsculas-, de mantener en la ignorancia a las nuevas generaciones para que resulten fácilmente manipulables, lo cual indigna al político que niega cualquier asomo de adoctrinamiento.
La verdad es que todos tienen un poco de razón en el asunto. España es un país de iletrados fácilmente manipulables, que además ataca y envidia a todo aquel que logra hacerse un hueco en el mundo de la ciencia, el arte o la literatura. Yo, manifiesto humildemente mi posición, basada en que todo comienza en la ortografía y la gramática. Si sabemos expresar nuestras ideas, trasladándolas al papel adecuadamente, siempre será más fácil la comprensión lectora y por tanto la expresión hablada. El cerebro se nutre de imágenes, experiencias y lecturas, pero de nada sirven si uno no es capaz de contarlas adecuadamente. De ahí la importancia de la lengua, porque es esta la que plasma lo que hemos aprendido o lo que pensamos. Y desde luego, nuestros jóvenes poseen un déficit tremendo a la hora expresarse.
Mientras hablamos y los efluvios del alcohol, comienzan a dañar nuestro entendimiento, no puedo dejar de observar a una pareja que se halla acomodada en una mesa cercana a la nuestra. Son un hombre y una mujer jóvenes, de no más de treinta años. Él va bien vestido, con pantalón negro y camisa a juego. Luce un peinado de los ahora, con tupe engominado y se le ve bastante satisfecho. Ella es guapa, con un vestido corto empeñado en mostrar antes que tapar.
Todo parece haber cambiado desde que yo, de joven, dedicaba ímprobos esfuerzos en la lid de la conquista
Parece ser un ritual de cortejo típico. El hombre ha invitado a la chica a cenar, con el fin de impresionarla y poder decirle todo lo que le gusta y las ganas que tiene de estar con ella. La mujer se deja querer entre sonrisas y algún que otro gesto pícaro. Pero lo que llama mi atención es que todo parece haber cambiado desde que yo, de joven, dedicaba ímprobos esfuerzos en la lid de la conquista. En aquellos tiempos, tenías que convencer a la muchacha con la palabra. Por supuesto que la imagen era importante, pero no tanto-a las mujeres les interesa menos que a los hombres-, como regalarle el oído a la presunta seducida. Prácticamente debías ser ingenioso, divertido y poco menos que efectuar una presentación de tus expectativas vitales, para que ella aceptase ser tu compañera de cama y de vida.
Ahora, observo desesperanzado, que cruzan cuatro palabras y miran su celular.
-Es mi amiga Esther -dice la chica ojeando el Whatsap-. Pregunta que tal lo estoy pasando.
Rápidamente, pone el teléfono en modo cámara de fotos y se hace un selfie.
-Mañana la subiré al facebook -manifiesta contenta.
El muchacho asiente agradecido. Es buena señal que ella esté retrasmitiendo la cita a sus amigas minuto a minuto. Indicador de que está a gusto, porque si no fuera así, no daría razón de donde se encuentra ni con quien esta.
A la vez, el joven agarra su teléfono y hace fotos a la belleza que se sienta frente a él.
-Estas muy guapa-musita-, se las voy a mandar a mis colegas.
Y así durante horas, compartiendo en las diversas “redes sociales” fotos y comentarios, hasta que llega el momento cumbre de la noche, la consagración del amor moderno. El muchacho se levanta dirigiéndose a nosotros y dice:
-Perdonar -por supuesto nada de ustedes a pesar de doblarle en edad- ¿nos haríais una foto?
Asiento con la cabeza y el chico me deja el teléfono. Lo cojo y ambos posan para la eternidad dándose un abrazo. Cuando acabo, le devuelvo el aparato y me da las gracias. Ambos miran las fotos comentando lo bien que han salido y lo guapos que se les ve.
Nosotros continuamos con nuestra tertulia, pero yo no puedo dejar de pensar en la pareja en ciernes. Necesitan la aprobación de su entorno, no hablan porque no es necesario y además no sabrían que decirse. Todo se basa en impresiones, en la imagen. No hay proyecto vital para ambos, no existe un compromiso. El amor dura lo que sea necesario que dure y punto. Es adolescencia ególatra en estado puro y duro, a pesar de que se supone ya han pasado por esa parte de la vida. Solo me interesa el yo. Lo demás es accesorio.
No puedo dejar de entristecerme recordando tiempos pasados. Aquellos tiempos en que dar un beso en la primera cita, era un logro y tocar una teta una hazaña digna de Hernán Cortes. Por supuesto que después lo contabas a tus amigos, pero sin pruebas, por lo que te arriesgabas a que te tildasen de fantasmón. La chica, por lo que se-que el mundo femenino continua siendo una incógnita para mí-, lo ocultaba a todo el mundo, excepto a su mejor amiga o a su hermana mayor. Ya no queda tiempo para la seducción por la palabra, es más, cuanto menos hables, mejor.
Los tiempos han cambiado ¡Dios mío qué mayor me estoy haciendo!
José Romero