Ya he contado en estas páginas cómo me estrené en el cargo de secretario de Organización del PSOE: con la noticia del asesinato de Juan María Jáuregui a manos de ETA el 29 de julio de 2000, exactamente seis días después de mi nombramiento en el 35 Congreso del Partido Socialista.
Ese mismo año, los asesinos de ETA habían acabado con la vida de Fernando Buesa en febrero y aún habrían de conducir su furia asesina hasta Barcelona para segar la vida de Ernest Lluch poco después, en el mes de noviembre.
Tengo esos recuerdos grabados a fuego en mi memoria. Como la muerte al año siguiente de Froilán Elespe, o la de Juan Priede en 2002 y Joseba Pagazaurtundúa en 2003. O la de Isaías Carrasco el 7 de marzo de 2008, a la puerta de su casa en Mondragón.
Todos ellos compañeros de militancia, asesinados por la sinrazón de quienes no tenían más argumentos que oponer a la defensa de la libertad y la democracia que las bombas y pistolas con que acallaron voces y segaron vidas de concejales y cargos socialistas -y no socialistas, como la del presidente del PP aragonés Manuel Giménez Abad o la del concejal de UPN en Leiza José Javier Múgica también en aquellos infaustos años-. Como en otras fuerzas democráticas, la militancia en el Partido Socialista, sobre todo en el País Vasco, ha conllevado una pesada carga de amenaza de muerte. Una amenaza que demasiadas veces se ha tornado en sangrienta realidad.
Y aun así, el Partido Socialista nunca renunció a la búsqueda de una resolución pacífica y dialogada al terrorismo etarra.
Nos costó. Nos costó muchísimo. Muchísimo dolor. Muchísima incomprensión. Incluso llegaron a acusarnos, al presidente Zapatero en primera persona, de traicionar a los muertos, lo peor que yo he tenido que escuchar en el Congreso de los Diputados.
Pero lo logramos, con la fuerza y el compromiso de todos, de la sociedad vasca, de las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado, de la Justicia, de las fuerzas políticas democráticas y, por supuesto, de los socialistas vascos, y del Gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero.
¿Arnaldo Otegi? Recuerdo a Arnaldo Otegi hablando mucho en aquellos tiempos, pero no condenando los viles asesinatos de la banda terrorista. Demasiadas perífrasis y circunloquios para no llamar a las cosas por su nombre.
Dice ahora Pablo Iglesias Turrión que “la libertad de Otegi es una buena noticia para los demócratas” y que “nadie debería ir a la cárcel por sus ideas”.
¿Una buena noticia? Para los demócratas, la buena noticia es el fin del terrorismo. La buena noticia es que después de cuatro años y cinco meses del anuncio del cese definitivo de la actividad criminal de ETA, en el País Vasco se respire el clima que se respira y la amenaza, la coacción sean un mal recuerdo del pasado. La buena noticia es que nadie tenga que guardarse la espalda o mirar debajo de su coche antes de encenderlo. La buena noticia es que se pueda hablar de política. La buena noticia es que sucedan cosas como la que revelaba Eduardo Madina que le sucedió en Oñate cuando un hombre se le acercó para decirle: “Soy de Herri Batasuna. Te quiero pedir que le digas a Zapatero que gracias por lo que hizo por la paz en mi pueblo”. Desde luego, queda todavía mucho camino por recorrer, pero es mucho ya el camino andado.
¿Nadie debería ir a la cárcel por sus ideas? Nadie debería ir a la cárcel por sus ideas políticas. El matiz no es menor porque hay ideas que atentan contra la democracia, como las que distribuyen los apologetas de la xenofobia o el terrorismo. Otegi no fue condenado por sus ideas políticas. Fue condenado por pertenencia a banda armada. Una banda que asesinó a más de 800 personas. Tampoco es un matiz menor: es una categoría mayor.
La libertad y la democracia son bienes frágiles que hay que proteger cada día. Recordar a las víctimas no es solo un ejercicio de justicia, es vital para fortalecer nuestra democracia. Hay demasiada sangre en el camino y demasiado en juego como para permitir que se violente la memoria.
José Blanco