martes, septiembre 24, 2024
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Escuela de mandarines

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A uno le da la impresión, viendo las torpes declaraciones y, sobre todo, las reacciones insensatas de la mayor parte de nuestros políticos que, aunque no hayan leído una sola página suya ni tan siquiera sepas quién pueda ser Miguel Espinosa, su libro de cabecera es 'Escuela de mandarines'. 

En efecto, unos se aferran con uñas y dientes a lo que cada día se parece más a esa Feliz Gobernación de la narración de Espinosa, basada en las normas contenidas en el Glorioso Libro, desconocidas por todos y sólo interpretadas por los felices mandarines situados al frente de un pueblo ignorante de su propio destino, al que sabiamente han dividido en rígidas castas. Otros, por el contrario, se inclinan por la Sistemática Pugna, única oposición que permite el propio sistema y que busca, no tanto cambiar sus fundamentos como la manera de acceder al mandarinato sin que, en el fondo, les preocupe lo más mínimo el destino de la multitud que conforma las castas inferiores.

Desde un punto de vista literario, hay quien ha puesto de relieve los elementos que hacen de la novela de Espinosa una especie de Quijote moderno. En efecto, ese salir a deambular por los vericuetos del Estado de su personaje principal, El Eremita, es consecuencia del mismo impulso que mueve al bueno de Alonso Quijano a buscar aventuras por tierras de La Mancha. Otro rasgo compartido serían las numerosas historias paralelas e independientes que en una y otra obra surgen al hilo del relato principal, al igual que las juiciosas sentencias, a veces lapidarias, que tanto el Quijote como los personajes de Espinosa lanzan frente a una sociedad incapaz de ver nada más allá de sus limitados intereses inmediatos.

Ante el triste espectáculo que están ofreciendo esos torpes aspirantes, a uno le asalta el desánimo 

Una de esas sentencias, quizás la que define la naturaleza última de la Feliz Gobernación, asegura que “quien se encumbra me conoce”. Es ese encumbramiento el que hoy también parece bloquear los resortes íntimos de todos esos diputados que, en lugar de contribuir con su esfuerzo a resolver la situación política en la que nos encontramos, aceptando de una vez por todas la responsabilidad en la que la soberanía popular les ha situado tras su propia aceptación libre y personal, conspiran a derecha e izquierda para algún día abandonar su condición de legos o becarios y llegar por fin a ser nombrados mandarines.

Ante el triste espectáculo que están ofreciendo esos torpes aspirantes, a uno le asalta el desánimo y piensa que, en realidad, a ninguno le interesa lo más mínimo la suerte de los millones de ciudadanos que les eligieron y que serán los que, sin tener ninguna culpa, paguen las consecuencias de tan inconfesables y mandarinescos apetitos.

Ignacio Vázquez Moliní

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