Suele decirse que uno no sabe lo que tiene hasta que lo pierde. Quizás no haya peor sentimiento que la nostalgia, esa tristeza melancólica por el recuerdo de una dicha perdida –como la define la RAE–, o el convencimiento de una oportunidad desbaratada, de haber acariciado algo con la punta de los dedos y haberlo dejado escapar, de haber nadado para acabar muriendo en la orilla.
Mucho de esto puede observarse en la resaca postelectoral española.
Nadie puede negar que los resultados cosechados el 26-J avalan al Partido Popular para intentar la formación de un gobierno, pero no deben ser pocos los que ahora se echan las manos a la cabeza ante lo que pudo haber hecho y no hizo mientras disfrutó de una apabullante mayoría absoluta: respetar al adversario, tratarle sin suficiencia, ni desprecio, ni rencor. Ahora, la búsqueda de aliados se dificulta, precisamente, por la arrogancia con que ha gobernado los últimos años. En realidad, siempre que gobierna con mayoría absoluta. Y parecen no haber aprendido: no es a los demás a quienes toca mover ficha, sino al Partido Popular a quien corresponde explicar qué va a hacer para lograr completar la minoría, mayoritaria pero insuficiente, que las urnas le han dado.
Ante los negros augurios demoscópicos, en el Partido Socialista se vivió con un cierto alivio el resultado de las urnas, alivio que no puede ocultar la desazón en un partido de gobierno al que se llama a celebrar no haber perdido la segunda posición, mientras se agranda la distancia con el primero. Si unas elecciones son una contienda entre futuros posibles, en esta última campaña electoral al PSOE le ha perdido la melancolía por un gobierno alternativo al PP que pudo haber sido y no fue. Lo que hay que reconstruir es el futuro, no el pasado.
Por su parte, Podemos se ha quedado varado en el sorpasso que pudo haber sido y no fue. Desde luego, los 5 millones de votos y 71 escaños cosechados por una formación que no existía hace dos años son para tomárselos en serio. La cuestión es la confrontación con unas expectativas que no se han cumplido, ni frente al PP ni frente al PSOE. ¿Se trata solo de un problema de expectativas? En absoluto. Por un lado, la pérdida de un millón de votantes habla de un deterioro grave de una formación con más cambios de identidad que meses de vida. Por otro, la cuestión es qué recorrido le aguarda a una formación que ha dado graves muestras de intransigencia, que a las primeras de cambio ya busca extirpar las malas hierbas y que carece del pegamento del poder o de la hegemonía de la izquierda para mantener unidos la maraña de intereses contrapuestos de las facciones y partidos que la conforman.
En cuanto a Ciudadanos, no acaba de encontrar la fórmula que fidelice a quienes le declaran su adhesión en las encuestas y su desapego en las urnas. Puede que culpar a la ley electoral sirva de excusa, pero no aligera el malestar por la pérdida de casi 400.000 votantes en seis meses.
Pero quizás el mayor de los malestares tenga que ver con Europa.
No estoy pensando en los arrepentidos que han firmado la petición para un segundo referéndum o en las decenas de miles de manifestantes que marcharon el pasado sábado en Londres en defensa de la permanencia del Reino Unido en la Unión Europea. Sí, todos ellos desde luego comparten un sentimiento de amputación, pero no probablemente respecto del pasado, sino respecto del futuro, del futuro incierto que se abre ante ellos.
Estoy pensando sobre todo en cómo se echa en falta un discurso sobre el valor, y los valores, de Europa.
Desde luego, los líderes europeos no han sabido dar respuestas adecuadas a esta crisis interminable que ha exacerbado los niveles de desigualdad del continente: al contrario, sus respuestas la han acrecentado. Pero el problema viene de lejos: de unos líderes que, llevados por el egoísmo, se han dedicado a lo largo de los años a asumir como propios todos los aciertos y a trasladar la culpa de todos los problemas a Europa, menoscabando su importancia y, más grave todavía, la adhesión a los valores sobre los que se sustenta. Y, sobre todo, de un proceso de construcción europea escorado hacia los mercados de capitales en detrimento de la convergencia en los estándares sociales, lo que ha provocado desafección y desconfianza.
El Brexit es un grito de socorro: sin duda, de los ciudadanos que no se han visto amparados ante los efectos adversos de la globalización. Pero lo es también del propio proyecto europeo. Reinventarse o morir.
P.D.: El pasado 29 de junio se cumplían dos años desde que el Estado Islámico proclamase su califato. Siniestra forma de conmemorarlo los sangrientos atentados de Estambul, Daca o Bagdad. 18.000 muertos en 18 países en dos años urgen medidas para acabar con esta barbarie.
José Blanco