Recuerdo perfectamente el 4 de marzo de 2003, el día de la votación parlamentaria que condujo a nuestro país a la ignominiosa guerra de Irak. Lo recuerdo perfectamente porque estaba allí, en el Congreso de los Diputados, abochornado ante el griterío, los aplausos, el regocijo, la algarabía con que los diputados del Partido Popular celebraron su unidad inquebrantable para torcer la voluntad inmensamente mayoritaria del país y despeñarnos hacia una guerra ilegal.
Ese recuerdo, que no me ha abandonado nunca y que es recurrente cada vez que en el Parlamento se celebra con alborozo una catástrofe –ya sea aquel “que se jodan” con que una diputada del PP saludó los recortes en las prestaciones por desempleo del Gobierno Rajoy en el Congreso de los Diputados, ya sea el regocijo de la extrema derecha europea ante los cierres de fronteras o el Brexit en el Parlamento Europeo–, inevitablemente me ha asaltado en los últimos días al leer las conclusiones del informe Chilcot sobre la participación del Reino Unido en la guerra de Irak.
Aunque John Chilcot evite el término, se trató de una guerra ilegal, decidida de antemano por George W. Bush con la aquiescencia de Tony Blair y José María Aznar, vestida y vendida bajo los ropajes de una falsa amenaza sobre la capacidad del régimen iraquí para desencadenar un ataque con armas de destrucción masiva en menos de lo que tarda un chasquido de dedos. Armas que nunca aparecieron porque, sencillamente, no existían. Que el informe Chilcot ponga negro sobre blanco que toda la preocupación de Blair y Aznar fuera perseguir la puesta en marcha de una estrategia de comunicación que mostrara que “estaban haciendo todo lo posible para evitar la guerra” cuando ya se había determinado su desencadenamiento no hace sino revelar la dimensión del embuste y la miseria moral de quienes así actuaron.
¿Estaba Aznar solo? Estaba socialmente solo, pero arropado por su mayoría absoluta parlamentaria y sus tres delfines de entonces: Jaime Mayor Oreja, Rodrigo Rato y Mariano Rajoy, muy principalmente Mariano Rajoy, quien tomó la palabra en aquel pleno, para sorpresa de toda la cámara, para defender la postura del gobierno, coherente con la estrategia pactada apenas unos días antes por Blair y Aznar: vestir una guerra como una misión de paz. Mentiras, vergonzosas mentiras como las que tratarían de extender tras los trágicos atentados del 11 de marzo de 2004 en Madrid para tratar de ocultar la autoría islamista de los mismos
Las consecuencias de aquella guerra son conocidas: una región devastada, más de 250.000 muertos según las estimaciones de Iraq Body Count –hasta cuatro veces más según otros organismos– y la aparición y crecimiento del Estado Islámico en el caos surgido tras la guerra. De aquellos polvos, estos lodos.
Aunque no sirva como descargo, Bush y Blair han entonado una mínima autocrítica admitiendo fallos como la evidente inexistencia de las armas de destrucción masiva, el caos posterior e, incluso Blair, la vinculación con el surgimiento del Estado Islámico. El único de aquel trío que permanece monolíticamente en sus trece, impasible, imperturbable, es Aznar, que se atrevió a decir hace apenas unos meses que “España salió ganando”. Ahora, calla. Como su heredero.
El que no lo ha hecho es Federico Trillo. Ha dicho el ministro de Defensa en aquella época infame que España no fue a la guerra de Irak y que los soldados españoles no pegaron ni un solo tiro. Me pregunto dónde estuvieron los cientos de soldados españoles allí desplegados o dónde murieron los once soldados que perdieron la vida porque allí les mandó el Gobierno. Me pregunto de dónde ordenó sacar a las tropas José Luis Rodríguez Zapatero nada más ser nombrado presidente del Gobierno. Desvergüenza.
Decía Hipócrates que “la guerra es la mejor escuela del cirujano”. Pero estos cirujanos, en vez de extirpar la dolencia, tratan de extirpar la verdad. La verdad de unos hechos ignominiosos y unas consecuencias devastadoras que les perseguirán para siempre.
P.D.: ¿#TodosSomosLeoMessi?¿En serio? Algo funciona rematadamente mal en una sociedad, en su conciencia fiscal y en su sentido de la justicia, cuando una condena de prisión por delito fiscal lleva aparejada una reacción de este tipo auspiciada por el club en el que juega.
José Blanco