Durante cientos de miles de años, la especie homo, fue abriéndose camino en la tierra con el fin de dominarla. Este recorrido fue duro y penoso. Se luchó contra todo lo que amenazaba la existencia: las fuerzas de la naturaleza, las bestias salvajes a las que se daba muerte para comer unas veces y otras como ofrenda religiosa, o simplemente porque suponían un peligro para la tribu o clan. Desde siempre, el hombre tuvo admiración por determinados animales que suponían la fuerza, la nobleza y la fertilidad, por lo que acabaron convirtiéndose en tótems de tribu, un símbolo mágico y religioso al que se idolatraba, pero al que también se daba muerte en ciertos rituales como ejemplo de la superioridad de la inteligencia y la perseverancia del hombre contra el caos y la falta de raciocinio de las bestias.
En la antigua Creta, se efectuaban fiestas religiosas en las que hombres y mujeres jóvenes competían con el toro realizando saltos sobre el animal, que acababa siendo sacrificado. Era la Taurokathapsia, el juego de los toros. Los romanos -al parecer Julio Cesar introdujo esta figura- lanzaban un toro a un luchador que debía matarlo a pie, armado con un escudo y una espada. También se introducían una especie de San Fermines a lo bestia, en los que prisioneros de guerra o miembros de supuestas herejías, corrían en el circo perseguidos por manadas de astados. Otra figura -según Ovidio- era el Karpofóro, que burlaba la embestida del toro con un pañuelo rojo.
En España, la tradición de alancear toros desde un caballo se remonta históricamente al año 1080, como parte de los festejos por la boda del infante Don Sancho de Estrada. Durante la Edad Media, la nobleza gustaba de alancear a los toros desde un caballo, como símbolo de maestría ecuestre, valor y virilidad. El Emperador Carlos V, mató un toro en la ciudad de Valladolid para celebrar el nacimiento de su hijo Felipe II. Sin embargo, la Iglesia Católica comenzó a cuestionar la fiesta, posiblemente no por la muerte del animal, sino por la resonancia pagana de la misma, y en 1567 el Papa Pío V promulgó la bula De Salutis Gregis Dominici, pidiendo la abolición de las corridas en todos los reinos cristianos, amenazando con la excomunión a quienes las apoyaban.
Sin embargo, ni siquiera un Papa podía acabar con una fiesta o ritual tan enraizado en nuestro país, y se continuó con los festejos. En el siglo XVIII, se crean plazas permanentes en diversas ciudades a la vez que grandes extensiones de tierras se dedican exclusivamente a la cría del ganado para la lidia. En el siglo XIX se consagra la figura del torero de a pie, alejado de la nobleza y amado por la plebe, que los convierte en auténticos ídolos de masas.
Ya pasada la guerra civil, concluida la dictadura, el gobierno del PSOE, legisla las corridas de toros con el Real Decreto 176/1992, donde se establece todo lo que debe de acontecer en una plaza de toros.
Desde siempre, la tauromaquia ha estado enraizada en nuestro pueblo como un recordatorio de los tiempos paganos, en que el animal sagrado es muerto por la valentía y la astucia de un hombre. El baile con la muerte, la sensación de sentir unos pitones terribles pasando cerca del cuerpo endeble de un homo vestido de oro -otro símbolo mágico-, a una velocidad endiablada.
Los tiempos han cambiado y quizás estemos asistiendo al ocaso de la tauromaquia. Sin embargo, creo que existen más razones políticas e ideológicas que verdaderamente altruistas -no en vano la resistencia contra la fiesta comenzó alentada por determinados partidos independentistas-, que consisten en terminar con todo aquello que pueda ser utilizado como símbolo de lo español.
No estoy a favor ni en contra de los toros. No se le puede negar una historia y una tradición que se remonta a la edad del bronce, como expliqué al principio. Quizás una tradición que no tiene cabida en nuestras mentes del siglo XXI. Entiendo que haya personas que se sientan mal viendo morir a un animal estoqueado en una plaza. Pero no entiendo que se alegren de la muerte de un torero.
Al fin y al cabo, Victor Barrio era un representante de nuestra especie, un homo y el toro no.
José Romero