miércoles, noviembre 27, 2024
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Juego de bobos

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No quiere uno decir que los políticos estén enganchados al Pokemon Go ese, pero sí que se aprecia, de sus actitudes, más tiempo delante de la tele que leyendo libros. Esto probablemente sea una virtud, ya que parece que las elecciones se deciden en Twitter, en quién es más pelma en el Facebook, o incluso en términos de 'share' en ‘prime time’. Una virtud, se lo compramos, pero también un coñazo.

Porque no hay nada peor que volver a ver las series pero con actores de menos talento. Ya es conocida la querencia de Pablo Manuel Iglesias por Juego de tronos, con toda su truculenta y sangrienta trama. Que nadie advierta consecuencias psicopatológicas en lo mismo no deja de sorprender. A Alberto Garzón se le aprecia esa inspiración en Novecento de Bertoluci, ya ven ustedes a qué distancia. Rivera se ve en el papel de Trece días, no como Kevin Costner, ese Dios. Pedro Sánchez se ve como el guapete candidato republicano de House of cards (cuarta temporada), hasta el punto de que ha convencido (o le han convencido) de que imite hasta cómo se negocia las redes sociales y sus vídeos. Hombre, guapo es, pero hay que tener sentido de la realidad.

Todo esto redunda en el espectáculo lamentable de este final de ronda de consultas del Rey. Este jueves ha sido el jueves negro de la ciencia política española. De la política española.

Se puede pensar que la política a día de hoy es un juego, un postureo, en el que da más votos llevar la corbata estrecha de moda que un argumento. Los que han venido, dicen ellos, a regenerar la política, la han convertido en una obscena colección de eslóganes sin sentido común. Pero no, oiga, en la política, en las decisiones de la política, en la gobernanza, están cosas muy importantes de la vida de las personas.

De la vida de los españoles.

Los españoles han ido ha votar ya dos veces. Dos veces después de la sucesión enloquecida de Europeas, Andaluzas, Catalanas, Municipales y Autonómicas. Por si las cosas no estaban claras. Sinceramente deberían saber algunos que un proceso electoral es un esfuerzo para los electores. No solo económico –que lo es–, sino un motivo de cansancio y tensión incluso entre las familias. Un asunto que estresa a la sociedad. Uno elije representantes precisamente para que lo representen, que se ocupen de la gobernanza. No tener Gobierno, la interinidad de siete meses de Gobierno en funciones, más allá de las bromas en la paella de los domingos, es casi catastrófica.

De manera que, bromas con nuestro país, las justas.

Es probable –no probable, lo afirmo– que los iconos y los guionistas norteamericanos están inspirando la comunicación política española. Pero la inspiración profunda es la ambición desmedida, en algún caso. No hay mayor ambición que la supervivencia, que es el caso de Pedro Sánchez.

–Si te juegas la vida, todo es admisible, aseguraba un inteligente amigo el otro día.

Ya, pero tras la vida política Sánchez debería vivir la suya propia, con su esposa experta en márketing, sus hijas y su oficio, si es que resulta que su proyecto es inviable políticamente. Antes ya lo hicieron otros, que tenían los mismos argumentos o mayores para creerse que Dios los había elegido como presidentes del Gobierno, aunque los españoles no quieran. Que no quieren.

La inmensa mayoría de los españoles no quiere que Pedro Sánchez sea presidente. Se ponga como se ponga.

Hay otro ambicioso, de nombre Albert, que se debate como el pez Nemo por mantenerse en la pecera entre los gigantes que se comen el plancton a bocados. El joven político catalán aseguró en las campañas electorales que estaba llamado a liderar una nueva transición, como heredero, ahí es nada, de Adolfo Suárez. De ahí a la casi intrascendencia creciente, es comprensible que le de un ataque de nervios.

Pablo Iglesias tiene sus ambiciones –obvias y palmarias–, que de momento están aplazadas. Y Rajoy tiene las suyas, que pasa por hervir a fuego lento a todo rival que se le presente, en una especie de tortura malaya.

La consecuencia de todo esto es el escalofrío de pensar en la posibilidad de unas terceras elecciones.

¡Si ni siquiera se han sentado a hablar!

La consecuencia es que, cuando salen Sánchez, Rivera, Iglesias, Casado, Rajoy, Hernando (el socialista), Hernando (el popular), Errejón, Girauta, catalanes, vascos o el sursum corda con cara de trascendencia, lo que producen es sonrojo y cansancio.

Rajoy este jueves ha hecho una inteligente jugada de ajedrez que ha cabreado a Sánchez (se vio con la espasmódica comparecencia de su Hernando), pero sobre todo pone a prueba la paciencia del más pintado, del Rey abajo. Y abajo estamos el común de los españoles.

Después de las trascendentes consultas, las trascendentes ruedas de prensa (por cierto, a algunos nuevos líderes de la izquierda regional solo les falta aparecer como hacían los saharauis en tiempos de Franco, con traje regional) y las caras de ira y las sobreactuaciones, queda que ya se empina agosto en el horizonte y nada. No hay nada.

Pues cuidado con la paciencia de la gente, que ya ha tomado la matrícula a los que se han ido a la playa y de festivales sin hacer el trabajo, y luego se permiten con su bronceado de House of Cards presentarse dando lecciones.

Las cartas están claras. Sánchez –que ya no se habla con casi nadie de los suyos– quiere que Rajoy se presente para perder y así buscar su oportunidad uniéndose con quien haga falta, a sangre y fuego, sin escrúpulos, so pena de volver a casa a dedicarse a su oficio, sea el que sea. Rajoy no se va a presentar si no tiene claro que gana, porque no quiere ser el pim pam pum de la feria, y su control de los tiempos es similar al de Saladino. Rivera necesita ser trascendente, por muy bajito que sea, y Pablo Manuel Iglesias, tras el trompazo, busca su ocasión y su momento, silbando y disfrutando del espectáculo patético del PSOE.

“Oiga”, dirán ustedes, “y qué pasa, ¿que Rajoy no ve la tele ni imita a nadie?”. A Rajoy no lo veo en Netflix ni bajando serie en un Torrent. Lo suyo, sus diálogos y las hechuras de sus trajes de sastre, proceden más bien de La Colmena. Don Camilo nos asista. Menuda bobada.

Joaquín Vidal

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