Mi infancia son recuerdos de una pequeña casa con un patio, el olor de la ropa recién planchada, el baño en un barreño de latón y las desgarradoras historias cantadas de la copla española por la radio de gran tamaño de la época; evocación de las tierras andaluzas donde te criaste.
Me pariste en casa-medio chabola, medio chamizo-, y debió ser un esfuerzo tremendo porque fui un niño grande y hermoso, con muchos kilos de peso y poca ropa al que poner.
Me educaste como supiste, sin concesiones, con la dureza propia de las mujeres de antaño: no se habla en la mesa, no se mueve uno hasta que no te lo digan, no se desobedece. Y de vez en cuando un azote para que aprendas.
Mi infancia son recuerdos de las tarde de verano jugando en la calle y los gritos de las madres llamándonos a cenar. Y un tirón de orejas por romper jugando al futbol el único pantalón y los zapatos de semana. Los de los domingos se guardaban como oro en paño y solían doler cuando te los ponías.
Llegó la primera comunión, con ella deje atrás la infancia. Modesta y de regalo el primer reloj de pulsera. Más tarde, con doce o trece años, a trabajar con tu padre y estudiar por las tardes, que hay que traer dinero a casa, que yo no quiero vagos.
Posteriormente, el servicio militar y los primeros desencuentros de adolescente con la autoridad materna, que te crees que porque vengas de uniforme y tengas un poco de barba, puedes fumar en casa.
Me hice mayor poco a poco, sin prisa; con el tiempo corriendo despacio, como si no tuviese relación con nosotros. Cuando murió el padre, quedaste rota, como un alma en pena que ya no tiene un sentido en la vida.
Cuando falleció tu hijo pequeño, mi hermano, decidiste que ya este mundo no era para ti. Que la vida no tenía otro sentido que el sufrimiento después de años de duro trabajo criando cuatro hijos.
Ahora, tras meses de enfermedad, te has ido para siempre. Tan solo he podido regalarte las dos monedas que sirvan de pago para el barquero que ha de llevarte a la otra orilla. Allá donde te encontraras por fin con tu esposo y el hijo de tus entrañas. Allá donde te has llevado un trozo de mi ser.
Y cada vez que escuche una copla española o vea una imagen de la Macarena, tu rostro estará en mi mente, en mi corazón. Una lagrima se me escapara recordándote, pero proseguiré mi camino, que ahora soy yo el que tiene hijos que educar.
Porque fuiste mi madre. No sé si la mejor de las madres, pero si la que me concedió el don maravilloso de la vida. De sentir la lluvia sobre mi cabeza y notar el aire azotando mi rostro.
Que la tierra te sea leve, mama; porque nuestras vidas son los ríos que van a dar a la mar, que es el morir.
El turno generacional va corriendo. Los siguientes somos nosotros.
José Romero