Cuenta la mitología griega que el rey Midas –quizás como muchos de esos que hoy en día nos cansan con sus ampulosos discursos– tenía orejas de burro. Como es sabido, al codicioso rey de Frigia, igual que a muchos de esos que repiten sus vacías soflamas, le encantaba el oro. Uno de sus pasatiempos favoritos consistía en pasarse las horas contando, una y otra vez, las monedas que componían su legendaria fortuna, sin disfrutar de ese verdadero tesoro que era la compañía de su hija Zoé, en la inigualable rosaleda que rodeaba su hermoso palacio.
La mitología también cuenta que, en cierta ocasión, llegó a Frigia el dios Apolo fatigado por sus muchos viajes. Pidió pasar la noche en la encantadora rosaleda. Al día siguiente, repuesto y contento, quiso premiar al rey por su hospitalidad otorgándole el deseo que más quisiera.
Tras recibir el don de convertir en oro cuanto tocara, el insensato rey Midas correteó alegre por su palacio, tocando desde los adornos y cortinajes hasta los muebles y las puertas. Las rosas se convirtieron en oro, como también Zoé, cuando al verle tan contento abrazó a su codicioso padre. Luego, las amargas lágrimas de Midas, y hasta el agua que intentaba beber para calmar su angustia, se transformaron en inútiles gotas de oro.
Uno echa de menos que esa raza extraordinaria de barberos, al igual que esos cañaverales cantarines, hayan desaparecido
El dios Apolo, antes de partir del palacio, compadecido del infeliz Midas, le reveló que si se bañaba en el cercano río Pactolo se libraría del siniestro don recibido. Así lo hizo Midas, derramando también las portentosas aguas sobre su hija, quien de inmediato recobró su encantadora naturaleza.
Más adelante, insensato como era, en lugar de disfrutar en paz de tanto como tenía, un buen día paseando por su reino desafió de nuevo la cólera de Apolo al asegurar que no era el dios quien mejor tocaba la flauta, sino cierto hombrecillo que por allí estaba. Desde entonces, el rey Midas, incapaz de apreciar la melodía divina, tuvo las orejas de burro, escondidas eso sí, bajo el gorro tradicional que usaban los frigios.
Ese gorro frigio, que además de disimular las orejas de burro se convirtió en símbolo de la libertad republicana, tal vez porque los asesinos de Julio César lo usaron cuando acabaron con la vida del tirano, no sirvió para ocultar el secreto del rey Midas, ya que su barbero, incapaz de preservarlo, lo aventó un día en cierto cañaveral donde el viento, al mecer las cañas, lo repetiría una y otra vez. Uno echa de menos que esa raza extraordinaria de barberos, al igual que esos cañaverales cantarines, hayan desaparecido en nuestros días, dejándonos sin saber a ciencia cierta cuántos de esos que lucen con orgullo el gorro frigio, en realidad ocultan sus peludas orejas de burro.
Ignacio Vázquez Moliní