Estamos gravemente preocupados por nuestra salud. Cuantas más medicinas, hospitales, farmacias, alimentos y bienestar hay, más nos obsesionamos con que podemos estar enfermos, o amenazados de enfermedad. Y eso que los occidentales nunca hemos vivido más años y en mejores condiciones.
Dietas, medicina pre-hipocrática, falsos remedios no científicos, todo es explorado para librarse del gran C. Y cuando hay epidemias raras, la alarma sobresalta todos los titulares, aunque luego se demuestre que no era para tanto (¿recuerdan las alarmas de la OMS cuando la gripe aviar, y luego con la gripe A H1N1 que destrozó aquel año el turismo de Mexico?).
Hay varios motivos para sentirnos valetudinarios, para tanto temor a estar o caer enfermos y estar tan preocupados con lo que comemos; pero apunto dos. El primero es la abundancia, el exceso de productos en los anaqueles de los super y la desorientación consiguiente, nos llevan a distinguirnos, a buscar la identidad en la negación del producto masivo. Hay quizá bastante de narcisismo en ese exceso selectivo, en el consumo alimentario alternativo, en la creencia en lo bio y lo absolutamente sano. Queremos diferenciarnos. Es la personalización de los hábitos alimentarios, que es parte de nuestro afán de diferenciarnos en un mundo cada vez más uniforme y globalizado.
Y el segundo, la desconfianza creciente hacia las grandes cadenas y empresas alimentarias. El exceso de comida procesada no sabemos muy bien cómo y de bebidas llenas de azúcar y otros edulcorantes, la bollería industrial, todo envasado en plástico, casi imperecedero y en general deleznable. Y la opacidad de las empresas agrícolas y alimentarias. Esto hace que estemos excesivamente cautelosos. No nos fiamos de nadie y menos de las empresas de productos alimenticios.
Esto es sobre todo una manía de los más acomodados, que buscan comida especial, experimentan sin parar dietas «revolucionarias».Recordemos que el fenómeno de las dietas perfectas y «mágicas» data de la medicina del siglo V antes de Cristo y se expandió mucho en el siglo XVIII. Se buscan remedios en los herbolarios, cada vez más numerosos, se hace gimnasia y ejercicios para sufrir el sufrimiento, para adelgazar, para estar en forma, para ser eternamente jóvenes. En fin, no deja de ser todo esto una nueva franja o nicho de consumo, de técnicas gimnásticas y de sedicentes productos bio.
Además de la desconfianza hacia la excesiva abundancia capitalista y esa especie de saturación, otras posibles razones puede haber para tanta hipocondría. Quizá la negación real del darwinismo, por el hecho de que todos los nacidos sean salvados y salvables, de que no haya selección natural. Y, por otro lado, el miedo, el pánico a la muerte, que ya no se ve compensado ni consolado por la fe religiosa. El excesivo deseo de conservar la vida a costa de dietas y esfuerzos nos recuerda aquel epitafio romano de un enfermizo, de un valetudinario, que rezaba: Estaba bien, pero por estar mejor, estoy aquí.
Algo hay también de tristeza, que no de ascetismo, algo de pesimismo soterrado en estas cuitas valetudinarias, algo de senectud en este sacrificio de ayuno y abstinencia, de esta cuaresma permanente ante el placer de la comida, del comer de todo con moderación, como aconsejaba el doctor Marañón.
Jaime-Axel Ruiz Baudrihaye