Hoy en día nadie lee a Gómez de la Serna, a ese gran Ramón por antonomasia que marcó las líneas maestras por las que discurriría la literatura –no sólo española sino también europea– del primer tercio del siglo XX. Ramón delimitó antes que nadie lo que al cabo de los años serían los ismos literarios, materializados en los manifiestos surrealistas y también sería el primero en renegar de esas vanguardias, cuando todavía ni Tristan Tzara, ni mucho menos André Breton o Almada Negreiros, podían imaginarse el recorrido que tendrían sus propios excesos.
Ese inmerecido olvido en el que ha caído la obra de Gómez de la Serna quizás se explique por la poca memoria de los lectores españoles, más dados a valorar la inmediatez de las publicaciones, y a alagar las obras que llegan de fuera, que a buscar las raíces de nuestra literatura, surgidas de un poso común en el que se mezclan las aportaciones de la literatura de los siglos pasados. Esa pasividad se ve reforzada, además, por la acrisolada desidia de los que deberían promover el conocimiento de esas obras entre los lectores más jóvenes, ya sea desde los despachos ministeriales, las consejerías autonómicas y sobre todo desde las aulas de los colegios e institutos.
Hoy casi nadie se acuerda, por todos estos motivos, de una obra tan significativa como es El incongruente, publicada en 1922 y que tal vez supuso el aldabonazo de salida para lo que luego sería el surrealismo. Mucho se habló en su día de la importancia de Gustavo, su protagonista, como del personaje que fue capaz de superar todas y cada una de las anquilosadas reglas narrativas para alcanzar, en una atrevida cabriola, una libertad literaria casi absoluta.
Luego, con el silencio definitivo sobre esta obra y todas las demás de Gómez de la Serna, quedaron relegadas al olvido sus extravagantes osadías que, sin embargo, son las que explican la posterior aparición de la novela que hoy consideramos moderna. Son muchos los posos dejados por la lectura de El incongruente, que han sobrevivido al implacable paso del tiempo. Uno de esos recuerdos es el que se refiere a la descripción de los estudios de Gustavo, que se decantó, como hicimos muchos otros al cabo de los años, hacia el Derecho, más que nada por hacer algo. Gustavo presentó una tesis doctoral que dejaría pasmados a los jurisconsultos –y que en la Complutense de hoy en día tal vez le hubiera servido para recibir un sobresaliente cum laude– en la que defendía el derecho de cada uno a hacer lo que le venga en gana.
Ignacio Vázquez Moliní