Voy a tratar de escribir mi columna de hoy haciendo oídos sordos al revuelo mediático que ha producido la dimisión de Pedro Sánchez como Secretario General de los socialistas españoles, incluido su valiente valedor, Miquel Iceta, quien -he de decirlo- me resulta súper simpático, sobre todo cuando baila. Lo juro. Y en eso me declaro su fan más entregado y le imploro: ¡Por favor, querido, no dejes de bailar nunca! Si fuera catalán y socialista, te votaba. La pena es que soy “transliberal” y madrileño.
Dicho esto, quisiera hablarles hoy de un pequeño gran libro, de apenas 60 páginas, escrito por el inmenso Wilde y publicado por primera vez en Inglaterra en 1895 bajo el título original, en inglés, “The Importance of Being Earnest”. En España, esta magistral pieza teatral es conocida bajo el nombre de “La importancia de llamarse Ernesto”.
La obra, que se despliega en tres o cuatro actos, según los textos disponibles, nos ilustra sobre la hipocresía y los dobles juegos, sobre la verdad y la mentira, y sobre la ficción de la ficción. Y en ese afán, el autor establece un intrincado y divertido lío de palabras y personajes paralelos, desde el principio hasta el final del texto. En inglés, el título mismo sirve ya para iniciar de súbito el juego de las confusiones y de las segundas intenciones y significados, puesto que, como ustedes saben, el nombre propio “Ernest” y la palabra “earnest” (serio) son términos homófonos, o sea, que suenan igual.
A mi modo de ver, una traducción más mimada, es decir, más implicada en el ingenioso y mágico laberinto de esta la “literatura doblada”, debería de haberse inclinado por traducir el título, digo yo, como “La importancia de llamarse Honesto” (o Modesto, o Severo, como ya lo propusiera con acierto don Alfonso Reyes).
Que me perdonen los sufridos traductores, esos artistas de otro libro. Porque, como aprendí de las lecturas de Foucault y Derrida, la traducción, sobre todo si es literaria, nunca es factible, jamás. Es, digámoslo así, epistemológicamente imposible. Y cada obra traducida será, sin duda, una obra indiscutiblemente nueva, otra. Normalmente peor, aunque no siempre.
Pero “¿Qué locura o qué desatino me lleva a contar las ajenas faltas, teniendo tanto que decir de las mías?” En fin, esta frase, tan socorrida en este momento, no es mía sino de mi estimado don Miguel de Cervantes, a quien, como siempre, rindo pleitesía desde mi humilde crónica en el IV centenario de su fallecimiento y le doy las gracias por sacarme del jardín.
En fin, como iba diciendo, la imposibilidad misma de la traducción no es culpa del traductor, sino de las propias lenguas, de sus palabras y sus significados, de su historia, sus conceptos limitados, sus sonidos o sus tropos. La traducción, si quien la realiza es un artista que conoce y ama las lenguas con las que trabaja, en su intento exquisito por traducir, se encontrará, a lo sumo, con la creación de una nueva obra. Distinta y tal vez maravillosa.
Estarán conmigo. He sido bueno y, tal y como les había prometido al comienzo de mi artículo, no he caído en la tentación de dedicar mi columna al torpe enredo teatral en el que se encuentra sumida la vida política española. Ahora bien, como sé por mi amigo OW, que “la mejor forma de evitar la tentación es caer en ella”, les diré que durante estos largos meses de comedia política no hemos asistido más que a una traducción, mala y al español, de la ya célebre pieza de Wilde. Y, fíjense, si hay algo que destaca de forma escandalosa en esta comedia sutil y deliciosamente decimonónica es su temprano ramalazo surrealista y ¡para captar eso, señoras y señores, nada tan adecuado como haber tenido de protagonistas a Pedro y a Mariano! Pues nada, ni aún así.
Por favor, que alguien baje el telón.
Ignacio Perelló