A Pablo Iglesias le puede su propia trascendencia. Tan es así que necesita a cada paso acuñar un nuevo lema, esculpir en mármol una nueva sentencia, grabar a fuego una nueva frase para la historia. El problema es que de tanto centrarse en buscar su propia trascendencia, ha acabado por no trascender de su propio ombligo.
En el inicio de los tiempos, era la contraposición de la casta frente al pueblo. Una caracterización en blanco y negro, sin matices, frentista como todas las propuestas que han venido de su mano o de quienes le han secundado en la creación de Podemos, difusa al igual que su sustituta, la dialéctica entre los de arriba y los de abajo. Claro que viendo la posición de Pablo Iglesias como profesor universitario y conductor de un programa de televisión, siempre he tenido la duda sobre en qué lugar se ubicaba él mismo dentro de ese mundo binario tan de su agrado. Es cierto, él se encontraba en el núcleo irradiador.
Luego, superada la etapa de la transversalidad, llegó el momento de reivindicarse como la verdadera izquierda, una izquierda renovada, lejos en primera instancia de los “cenizos” de Izquierda Unida para luego abrazarse (y tragarse) a todos ellos, desde Anguita a Garzón; transmutada luego en una izquierda de inspiración socialdemócrata de catálogo de Ikea, de cómprelo y móntelo usted mismo, como si los principios ideológicos constituyeran un fondo de armario que pudiera renovarse cada temporada.
Ahora, hemos vuelto a la etapa del miedo: “Dar miedo”, infundir temor, incendiar los ánimos, “politizar el dolor”. Explotar el dolor ajeno en beneficio propio. Difícil transigir con tal principio político: la política está para generar bienestar y no malestar, para generar certidumbre y no temor, ni mucho menos miedo. Hay algo profundamente antidemocrático en apelar al miedo de los otros para lograr objetivos políticos, hay algo profundamente mezquino en pretender explotar el dolor de los demás para obtener réditos partidarios.
Pero todo ello ayuda a entender mejor, y a desenmascarar si es que aún quedaba alguna duda, lo que representa Pablo Iglesias. Y su modo de actuar.
Hay algo profundamente mezquino en pretender explotar el dolor de los demás para obtener réditos partidarios
Tal y como hemos visto en los últimos días, ante una hipotética abstención del Partido Socialista ante una hipotética nueva investidura del Partido Popular –hipotética, remarco, porque el Partido Socialista ni ha debatido ni ha adoptado ninguna decisión al respecto–, Pablo Iglesias ha decidido, o amenaza con, retirar su apoyo a los gobiernos de las comunidades autónomas gobernadas por presidentes socialistas supuestamente ante la negativa a explorar un gobierno alternativo al del Partido Popular en el conjunto de España. Llamativo que el autoproclamado líder de la oposición al PP pretenda abrirle las puertas en las comunidades autónomas. Extraña estrategia esta de pretender dar miedo a la derecha entregándole el poder.
¿Sorprendente? En absoluto, llueve sobre mojado. Pablo Iglesias ya tuvo en su mano la posibilidad de votar a favor de un gobierno liderado por un presidente socialista en la legislatura anterior y votó en contra. Votó en contra de la adopción de un Plan de emergencia social, de la implantación del ingreso mínimo vital y de la aprobación de un impuesto a los grandes patrimonios. Votó en contra de la supresión de la diputaciones provinciales y de la bajada del IVA cultural. Votó en contra de la derogación de la capacidad del empresario para modificar unilateralmente las condiciones de empleo y de la recuperación de la ultraactividad de los convenios. Votó en contra de recuperar el carácter universal de la sanidad y de paralizar la ley Wert. Votó en contra de un ambicioso paquete de medidas de regeneración democrática. Y prefirió asfixiar un Gobierno de cambio y dar oxígeno a Mariano Rajoy para intentar lograr en las segundas elecciones el liderazgo de la oposición que le habían negado las primeras. Y ahora pretende dárselo a sus barones.
Con un argumento, además, falso porque o bien Pablo Iglesias tiene un problema con la realidad, o bien pretende convencer a la ciudadanía de la falsedad de que es posible un gobierno de izquierdas dado que, en primer lugar, las fuerzas de izquierdas no suman los escaños suficientes en el Congreso –es más, gracias a su veto al gobierno de cambio, ahora suman menos que en la anterior legislatura–. En segundo lugar, porque clama al cielo querer hacer pasar por fuerzas de izquierdas al PNV o al partido de Artur Mas. Y, en tercer lugar, su hipotético gobierno de izquierdas debería depender, entre otras, de dos fuerzas independentistas catalanas que pretenden romper unilateralmente la unidad de España. Ya sabíamos que para Pablo Iglesias la soberanía del pueblo español, la que consagra la Constitución, no es un elemento a considerar ante el desafío independentista habida cuenta de su exigencia de celebrar un referéndum en Cataluña que atenta contra la igualdad y el derecho de todos los españoles a decidir colectivamente su futuro. Ahora, en un paso más en su huida hacia no se sabe dónde, el proclamado adalid de la regeneración democrática, con su negativa a conceder el suplicatorio para que se investigue a Francesc Homs, pretende convertir tal figura en un medio para impedir la acción de la justicia.
Pero quizás ese sea precisamente el respeto que Pablo Iglesias le tiene a la inteligencia del pueblo cuya representación se arroga: el mismo que el expresado en el conocido tweet de un diputado de su confluencia gallega tras los resultados de las últimas elecciones autonómicas en Galicia. Ese es el concepto de pueblo que tienen algunos. Menos mal que quedan salvadores de la patria…
Eso sí que da miedo.
José Blanco