“… burlón preocupado erótico bromista sereno contador aventurero kitsch temerario procaz arriesgado angustiado generoso amante…” son algunos de los adjetivos de un mantra de cuatro páginas -con sus cuatro noches- con que el cineasta Javier Rebollo se obstina en definir a ese heterodoxo de guardia llamado Serge Gainsbourg. Se trata del prólogo de “Elefantes rosas”, la primera –y espléndida- biografía en español del artista antes conocido como Lucien Ginsburg. Su autor es Felipe Cabrerizo, mitómano empedernido, a quien se reconoce la virtud de haber sabido ordenar las proezas y las fatigas de una vida empapada de exceso.
Fecundo, inconforme, autodestructivo. Serge Gainsbourg hereda el talento y la formación musical de sus genitores, judíos procedentes de Rusia que se asentaron en Francia en la primera franja del siglo. Su infancia y adolescencia discurren entre las burlas hacia su físico de nariz y orejas prominentes, la devoción por el arte que en primer término le llevaría hacia la pintura, y la turbulencia de la ocupación nazi que le condenó a portar la infamante estrella amarilla. Dos matrimonios fugaces, cuatro cajetillas diarias de Gitanes, un sinfín de canciones a las dos riberas del Sena. Allí conoció a Boris Vian, lobo y hombre, a quien decidió emular en su estilo cáustico y transgresor.
La música afro-cubana o la guitarra manouche de Django Reinhardt, son otras influencias determinantes en una carrera musical que como tantas facetas Gainsbourgianas se bifurca en dos: mientras iba haciéndose célebre interpretando composiciones propias como “La Javanaise” o “Le poinçonneur des lilas”, escribía canciones en la frontera del pop y de la chanson a las voces del momento. Entre otras “Poupée de cire, poupée de son”, que llevara a una confitada France Gall a conquistar el festival de Eurovisión en 1967. Françoise Hardy, Juliette Greco, Petula Clark, Mireille Darc, fueron algunas de las beneficiarias de su talento.
Pero hubo mujeres que, como Briggite Bardot y Jane Birkin, recibieron algunos otros dones. Con la monumental Bardot vivió tres meses de demonio y carne que nos dejaron la canción más sensual del mundo: “Je t’aime moi non plus”. Toda una revolución que hubo de ser detenida por los celos del entonces marido de Briggite cuya furia cornúpeta obligó a bloquear el lanzamiento del tema.
Hasta que apareció Jane Birkin, acaso el gran amor de Serge Gainsbourg. Llegada de los brazos del compositor John Barry y del Londrés más contracultural, Jane y Serge se convirtieron –afirma Cabrerizo- “en la pareja escándalo por excelencia”. Ayudó indudablemente una nueva grabación de “Je t’aime moi non plus” protagonizada por ambos que fue perseguida, censurada, vituperada, ultrajada, y que en cada negación ensanchaba los surcos de su fama. “El Papa es mi mejor manager”, afirmó cínicamente Gainsbourg tras el vuelo que tomó la canción después de que el Vaticano apercibiera de excomunión a sus distribuidores.
Estalló la fama, insaciable y severa. “No creo ser lo suficientemente lúcido como para evitar ser devorado por mí mismo”. Gainsbourg era tan consciente como incapaz de detener el proceso que iba carcomiendo su estatura. El final de su relación con Birkin, la muerte de su padre, la ingesta desaforada de tabaco y de alcohol, fueron minando su resistencia. Gainsbourg se desdoblaba en un alter ego descarado y beodo al que él mismo bautizo como “Gainsbarre”: “había un tipo a mi lado y resultó ser yo. Ambos se intercambian dependiendo de mi humor.”
Surgen nuevos alborotos, no siempre despojados de genialidad. Antológica es la decisión de desplazarse a Jamaica en pos de nuevos ritmos y melodías: en el ajetreo de un estudio de Kingston por el que merodeaban cabras y gallinas, y con el aporte de los músicos de Peter Tosh y de las coristas de Bob Marley, Gainsbourg grabó una inaudita versión reggae de la sacrosanta “Marselleise”. “Aux armes et caetera” provocó sonoros boicots de las brigadas paracaidistas a sus conciertos, ataques antisemitas desde el renombrado Le Figaro, y una victoria delicada cuando Gainsbourg compró en subasta el manuscrito original de Rouget de Lisle y demostró que la tinta del estribillo decía “Aux armes, etc”.
Llegaron una prolongada relación sentimental con la también vulnerable Bambou, incursiones en el cine como realizador y como actor, nuevas y nuevas canciones. Y Gainsbourg grabando con su hija Charlotte un tema llamado “Lemon incest”, y Gainsbourg afilando la noche parisina con su inseparable maletín para preparar cócteles, y Gainsbourg en la TF1 dudando de la virilidad de los soviéticos o diciendo barbaridades a una boquiabierta Whitney Houston. Y un día terminó de terminarse.
Gainsbourg sentado en el asiento delantero del Rolls Royce que un día adquirió aunque jamás tuvo interés en aprender a conducir. Allí fuma, allí recuerda, allí juega con las palabras. Allí escucha, mansamente, la lluvia.
Fernando M. Vara de Rey