Uno de los muchos asuntos fascinantes de los que se ocupan los antropólogos consiste en descubrir y explicar cómo se perciben los colores en las distintas sociedades humanas. Aunque solamos pensar que los colores existen por sí mismos, como reflejo que son de la propia luz sobre los objetos, en realidad, según nos explican los estudiosos de estas cuestiones, es la mera convención social la que determina que identifiquemos unos determinados colores como tales y que ignoremos otros muchos más, englobándolos en las pocas categorías de los anteriores.
Afirman los antropólogos que las sociedades más primitivas apenas diferencian un par de colores. Algunas tribus aborígenes del continente austral distinguen únicamente entre lo que nosotros podríamos llamar «brillante», donde cabrían desde el amarillo hasta el rojo, y lo que podría calificarse como «apagado», englobando colores como el negro o el marrón . Otras tribus algo más desarrolladas afirman que existe un color intermedio entre esas dos categorías primitivas, que incluiría el gris o el azul.
Diferenciamos sin ninguna base científica entre colores primarios y secundarios, e incluso entre fríos y calientes
Nosotros diferenciamos sin ninguna base científica entre colores primarios y secundarios, e incluso entre fríos y calientes, ignorando que quizás fuera más sensato delimitar los colores dese el punto de vista puramente anímico hablando, por ejemplo, de colores tristes y alegres, aunque esa distinción sirve únicamente para un tiempo y un espacio únicos, como son los nuestros.
Uno de los mejores conocedores de los secretos que ocultan los colores es Michel Pastoureau. En una de sus obras, 'Le petit livre des couleurs', explica cómo la percepción que hoy en día tenemos de los colores procede directamente de la Edad Media. Menciona algo jocosamente la falsa creencia que todavía pervive entre muchos, según la cual los antiguos griegos carecían de la capacidad para ver el color azul ya que para Homero el mar era siempre oscuro, o el cielo claro, o tenebroso, pero nunca son descritos como azules. También señala el caso triste del amarillo, muchas veces asociado a la falsedad o la desgracia, al no ser sino un triste remedo del dorado, y el de la mala fama del azul, repudiado por todos hasta fechas relativamente recientes, quizás por su difícil obtención en la naturaleza, frente a la relativa facilidad para producir rojos y verdes, y por su volatilidad en los tintes de paños y tapices, en los que pronto se veía como los azules de los cielos se transformaban en verdes profundos, justificando los adjetivos homéricos sobre el cielo y el mar, que también al cabo de los siglos reflejarán en sus obras pintores como van Gogh o Munch.
Ignacio Vázquez Moliní