Tal vez la novela picaresca sea el género literario más genuinamente español. Tanto es así que sus personajes y enredos, surgidos desde las entrañas mismas de nuestra sociedad, de ese tuétano vertebral que articula el Siglo de Oro y del que hemos ido ramificándonos hasta construir con mayor o peor fortuna lo que hoy es España, continúan apareciéndose una y otra vez en nuestro día a día.
Sufrimos a los pícaros, con más o menos paciencia, cuando nos engatusan con sus productos defectuosos, sus deficientes servicios y su dejación constante del deber, mientras se embolsan sin pudor alguno el precio abusivo, la excesiva cuota o el estipendio injustificado. También les padecemos cuando peroran con seguridad y aplomo desde cualquier tribuna, sin importarles que se trate de la terraza del bar, la pantalla del televisor, el aula universitaria o el escaño parlamentario.
Lo que pretende el pícaro, tanto en el Siglo de Oro como en nuestros días, es apabullar a quien le escucha, distraer su atención, de tal manera que acto seguido pueda esquilmarle, ya sea robándole sus escasos ahorros o haciéndole perder la poca razón crítica que aún le quedaba.
El pícaro clásico tenía, muy a menudo, un trasfondo idealista, algo ingenuo y desvalido, que compensaba de alguna manera la mezquindad de sus acciones. Tal es el caso, por ejemplo, del Lazarillo de Tormes, del Buscón, y sobre todo de Gil Blas, quienes, en el fondo, sólo pretenden sobrevivir y alcanzar una vejez tranquila y sin remordimientos. El pícaro actual, sin embargo, ha perdido esa característica que podría hacerle algo más humano y atenuar, de alguna manera, la profunda torpeza que guía sus acciones.
Piénsese, sin ir más lejos, en ese sujeto que los medios de comunicación llaman el Pequeño Nicolás, capaz de reinventarse una y otra vez en mil asuntos turbios con tal de perseguir la quimera de rápidos y cuantiosos beneficios, o en ese otro, Francisco Correa, cuya desfachatez no disminuye un ápice a pesar de los años que lleva encarcelado, comparable tan sólo a la de sus compinches de tropelías que hasta hace nada ocupaban altos cargos de responsabilidad política.
De la misma manera, esos otros sujetos que peroran en las televisiones desgañitándose sobre asuntos que no deberían interesar a nadie más que a quienes los provocan, tampoco disponen de atenuante alguno que pueda justificar su condición de pícaros malvados, como tampoco la tienen algunos individuos elegidos por los españoles para representarles en el Congreso de los Diputados, que utilizan sus escaños para lanzar al viento, con la pericia y contumacia del trilero, expresiones más propias de garitos clandestinos que de un parlamento civilizado.
Ignacio Vázquez Moliní